LA HABANA, Cuba. — Son bien conocidas las diferencias que existen entre los regímenes democráticos y los de corte autoritario y vocación totalitaria. En los primeros, cada cierto número de años, el pueblo es llamado a decidir en comicios libres, y puede, en efecto, escoger entre diferentes políticas y equipos para administrar la cosa pública. En los segundos sucede lo contrario, y el régimen imperante se eterniza en el tiempo, sin que importen las farsas electoreras que de tiempo en tiempo puedan organizarse con fines cosméticos.
Esas divergencias son tan evidentes, que son reconocidas hasta por los socios y compinches de los autoritarios y totalitarios. Por ejemplo, la pro-castrista emisora venezolana TeleSur acostumbra cubrir los comicios en toda América Latina. Cada vez que hay una elección en un país hermano, crea un programa, que lleva por nombre, digamos: “Paraguay decide”. En nuestra Patria no. Cuando hay comicios aquí, el programa se denomina “Cuba vota”. Una forma, siquiera vergonzante, de reconocer que, en esta Gran Antilla, el pueblo, al sufragar, no decide absolutamente nada.
Tras cada votación libre (y en dependencia de sus resultados), ante el nuevo equipo gobernante —en su caso— se abren las más variadas posibilidades. El nuevo partido llegado al poder gracias a los votos ciudadanos puede, por ejemplo, poner en vigor una nueva política, y también contrastarla con la práctica de los gobiernos que lo han precedido.
Bajo el autoritarismo se supone que no suceda así. Tras cada farsa electorera sólo cambian, a lo sumo, los nombres de algunos diputados; el régimen en sí se mantiene intacto. Ante esa realidad, cabría suponer que quienes permanecen adheridos a las posiciones de mando y disfrute no pretendan presentarse como una especie de improbable relevo del gobierno precedente. No cabe tal interpretación cuando, en definitiva, se trata sólo de más de lo mismo.
En ocasiones parece no atenerse a ese criterio el jefe de Estado actual de Cuba, Miguel Díaz-Canel, y más adelante explicaré por qué. Pese a haber sido propuesto por un compatriota y votado sólo por 605 más, él exhibe gustoso el flamante título de “Presidente de la República”. Aunque también es Primer Secretario del único partido, él reconoce no ser el mandamás de turno. Con ese fin se ha creado, para el heredero de la dinastía castrista, el título de “Líder de la Revolución”, y el Jefe de Estado le ha concedido la precedencia ante su propia persona.
A pesar de proclamar, venga o no al caso, que él y los suyos son “continuidad”, Díaz-Canel actúa a veces de un modo que se aparta de ese principio general. Lo hace de manera subrepticia y vergonzante, pero su actuación, en los hechos, se traduce en la pretensión de instilar de modo subliminal en las mentes de sus súbditos una idea peregrina y falsa: que, al menos en cierto sentido, su gobierno representa algo “nuevo” en comparación con los de las seis décadas precedentes.
Es esto lo que acude a mi mente cada vez que veo una ofensiva propagandística de los comunistas con motivo de la visita preparada de turno que el señor Díaz-Canel realiza a alguna de las villas-miseria de la Isla. Aunque aquí conviene aclarar que los cultores de la neo-lengua castrista (a quienes nadie les puede discutir el número uno en lo de crear eufemismos para endulzar las tristes realidades de Cuba) han ideado un término apropiado con ese fin: “barrios en transformación”.
El más reciente episodio de ese tipo lo observamos el pasado viernes en una localidad del municipio capitalino de Guanabacoa. Contra todo lo que cabría pronosticar en un país unitario como el nuestro, el miserable reparto ostenta un nombre sorprendente, que parece más mexicano que autóctono: “La Federal”.
La prensa oficialista no escatima elogios a las pequeñas reformas hechas en el barrio insalubre. Granma, órgano oficial del único partido legal, abunda en lo comentado por una joven madre de cuatro hijos: “Estoy muy contenta y muy agradecida por lo que ha hecho la Revolución por mí”. Y aclara: “Mi casa era de madera y el techo se mojaba por muchos lugares”.
El órgano propagandístico se hace eco del dicho de los vecinos: “Justo en el lugar donde antes solo ‘había hierro tirado, y fango en el camino para salir a la calzada…’, (…) hoy funcionan una bodega, un punto de venta de productos del agro, una panera, un parque infantil, un terreno deportivo, un biosaludable (lo que sea que eso signifique) y un punto de telefonía pública”.
Aquí conviene que yo aclare que nada tengo en contra de la erección de obras como las recién mencionadas. Me alegra que algunos ciudadanos que pertenecen de pleno derecho al grupo de los más desdichados de Cuba (lo que cual es mucho decir) mejoren siquiera en algo las lamentables condiciones en las que malviven.
¡Lo que me indigna es que el régimen comunista pretenda sentar una diferencia con lo que él mismo hizo durante más de medio siglo! Volviendo al ejemplo de los cambios de gobierno alcanzados por medios democráticos a los que yo me refería al inicio de este artículo, es como si Díaz-Canel, olvidándose de la “continuidad”, dijese: “Mi gobierno ha puesto fin a injusticias heredadas de los que lo precedieron”.
Por supuesto que no lo dice en tan pocas palabras (¡sería el colmo!). Pero es lo que se colige de la ofensiva propagandística desatada con motivo de la visita a “La Federal”. Porque las preguntas que se imponen son: ¿Y en dónde corresponde situar la responsabilidad por la madre a la que le llovía encima! ¿O por el “hierro tirado” y el “fango en el camino”!
No, señor Díaz-Canel; si, como usted bien dice, usted y los suyos son “continuidad”, entonces lo único coherente y decente es que su propaganda reconozca que el único responsable de haber mantenido en la mayor miseria a los que ahora llaman “barrios en transformación”, ¡es el mismo régimen que, para desgracia de Cuba, dura ya 63 años! ¡El mismo del cual ustedes, muy orondos, se proclaman “continuidad”!
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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