Urquiola, el rey de la ocurrencia

Entre las anécdotas de los muchos Urquiolas que habitan en Alfonso, siempre las más divertidas derivarían de sus cosas en el terreno de pelota
Urquiola, Cuba, pelota
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LA HABANA, Cuba.- Veintitantos años en la prensa deportiva me permiten afirmar que el béisbol cubano tiene un infinito catálogo de personajes. Están los campechanos al estilo Luis Giraldo Casanova, los mesurados como Isaac Martínez o José Ariel Contreras, los febrilmente locos (por supuesto, Víctor Mesa), los sensatos del tipo Frederich Cepeda o los analíticos a lo Pedro Medina. Pero si se trata de simpáticos, el caso modélico es Alfonso Urquiola.

El legendario “8” de Pinar podría vivir más años que un tiburón de Groenlandia y de todas maneras conservar esa espontaneidad que le saca la risa a sus interlocutores. Lo mismo si habla de pelota que de la calidad del pan o los problemas energéticos, da igual si está sentado en un parque o en medio de una entrevista periodística, Urquiola conversará desde su posición de invariable guajiro de Orozco. Sin sombrero, sin botas, sin tierra en las uñas, pero con una naturalidad que solo tienen esos hombres de tierra en las uñas, botas y sombrero.

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Hay por las redes una entrevista que se viralizó donde yo no consigo parar de sonreír ante las declaraciones de este sabio (indiscutible) del béisbol. Allí, un enfadado Urquiola le pasaba el cepillo a cuanto oportunista revolotea sobre el cuerpo agonizante de la pelota nacional, y hubo algunos con los que se ensañó apelando a un calificativo que únicamente él podía concebir. Comepollos: así los bautizó para la historia.

Ser más auténtico que Alfonso resulta una tarea complicada. Imposible, casi. Se trata de un individuo que no posa ni para Da Vinci y echa mano de su naturaleza mundana en todos los escenarios donde está. Para muestra, el botón de aquel día en el Teatro Milanés

Me habían encargado la presentación de la biografía de Urquiola, escrita por el bueno de Osaba. Recuerdo que en la primera fila de butacas se acomodaban Abel Prieto y varios intelectuales más, entre ellos un Miguel Barnet que prestó poca atención a mis palabras y también a las de Osaba. Parecía adormilado. Sin embargo, su ánimo cambió cuando Alfonso rompió a hablar acerca de su infancia, con el foco en unas cuantas aventuras zoofílicas. El teatro se derrumbaba a carcajadas y él, imperturbable, seguía con sus lúbricas historias de chivitas y carneras. Barnet, seguro estoy, no lo ha olvidado.

De tan vasto, el libro sobre las ocurrencias del camarero pativerde tendría apariencia enciclopédica. En sus páginas cabrían las anécdotas de los muchos Urquiolas que habitan en Alfonso: el bohemio, el percusionista, el refunfuñón, el religioso, el anfitrión, el impulsivo, el pícaro…, aunque siempre las más divertidas derivarían de sus cosas en el terreno de pelota, ese lugar donde le gustaría encontrar la muerte, según me confesó en una ocasión.

Genio y figura. Nunca llegó a ser el más alto de la clase, pero, como he dicho antes, jamás fue actor secundario en ninguna novena, no importa si a su lado estaban Casanova y Linares o Muñoz y Cheíto Rodríguez. Calidad y cojones lo asistieron a tiempo completo en su etapa como atleta, y una vez retirado demostró que era tan ducho en el dugout como Schumacher ante el volante de Ferrari.

No se me olvida que cuando Randy Arozarena era un desconocido en Cuba, fue Urquiola quien me alertó: “ese negrito va a ser una estrella”. Y que antes de la Serie Nacional 53, en medio de un entrenamiento, me aseguró “compadre, tengo un ripio de equipo, pero voy a ganar el campeonato”. Y lo ganó…

Por eso siempre que lo veo aprovecho cada instante. Él me dice “Terrorista”, alegando que me la paso “abriendo fuego”, y yo, que lo respeto tanto, me limito a un “Alfonso, ¿qué tú crees de tal o más cual pelotero?”. Entonces me responde con esa jerga única que tiene, y yo me río.

Sí, me río, pero con el oído atento a lo que dice.

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