Omar Linares, la esfinge del béisbol

Los scouts salivaban, los contrarios le prodigaban ríos de elogios, las tribunas lo reverenciaban con rugidos. Ajeno a todo, él tan solo tiraba del gatillo para que el béisbol cayera exánime a sus pies
Omar Linares, Cuba, béisbol, Grandes Ligas
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LA HABANA, Cuba.- Lo apodaron El Niño, pero debieron bautizarlo como El Hombre. Eso lo sabe todo el que lo vio. Era una máquina que reducía las ecuaciones del bateo a meras tablas de multiplicar (3×2=Tubey, 7×4=Jonrón), y encima tenía un lanzamisiles en el brazo, un guante que engatusaba a la pelota y gasolina de más de cien octanos en las piernas.

Omar Linares —la versión tropical de Ken Griffey Jr.— daba la sensación de haber salido de un videojuego. Los scouts salivaban, los contrarios le prodigaban ríos de elogios, las tribunas lo reverenciaban con rugidos. Ajeno a todo, él tan solo tiraba del gatillo (bang, bang, bang) para que el béisbol cayera exánime a sus pies.

Voy a ser atrevido: el prodigio de San Juan y Martínez es el mejor pelotero que nunca llegó a las Grandes Ligas, lo cual lleva a la inevitable conclusión de que se trata del mayor talento malgastado en la historia del béisbol.  

Ocurre que Linares fue parte de una generación que tenía sus miras (salvo contadas excepciones) en agenciarse un Lada, una casa en La Habana o una reservación en Varadero. Así, las ofertas de los cazatalentos eran vistas como cantos de sirenas, y jugar en la MLB no aparecía en la agenda de objetivos esenciales.

De modo que la carrera de Linares siempre tendrá la mancha de su ausencia a la gran fiesta del béisbol. Se rumoró que Expos y Azulejos estuvieron negociando su firma en los noventa, pero aquello jamás se consumó y a la postre lo más que logró fue tirar unos cartuchos decadentes en la liga japonesa.

Omar Linares con Pinar del Río
Omar Linares con Pinar del Río. (Foto: Cubadebate)

Puedo jurar que lo lamento, y es fácil intuir que también (mucho más) él. Linares tenía las virtudes del jugador franquicia, y su pólvora habría estallado en muchas oficinas de equipos de calibre. Como escribí una vez, el tipo “bateaba a lo Ted Williams, fildeaba a lo Brooks Robinson, corría a lo Rickey Henderson. Era el software perfecto metido en un físico perfecto para jugar al béisbol a la perfección”.

Empeñados en señalar las manchas en el Sol, algunos le criticaron su frialdad sobre el diamante. “Nunca alza la voz”, adujeron, sin saber que el Niño-Hombre era una suerte de ventrílocuo que hablaba (y lideraba) a través de la masa de su bate.

En Atlanta espantó a todos con un trío de jonrones en el choque por el oro, uno por cada banda de terreno. En el Latinoamericano pegó el hit que empató ante los Orioles a despecho de la presión de estar contra un big leaguer, exigido por miles de fanáticos vehementes y con la mirada de Fidel Castro en las espaldas. En Winnipeg le dio el boleto olímpico al equipo con un cuadrangular que todavía no he terminado de aplaudirle.

Yo (cosa muy rara) estaba allí, y ese día de 1999 Linares entró definitivamente en mis altares. Había hecho millares de swings antes de aquel, pero ese con que le despachó la píldora a Mike Meyers fue su obra maestra, el momento de taparle la boca a quienes afirmaban que le corría escarcha por las venas.

Recuerdo que la tensión tocaba el cielo en las gradas del CanWest Global Park y que el prodigio conectó el envío, miró el vuelo de la pelota y dio una palmada donde se concentraron todas las malas palabras y los gestos viriles y los gritos de este mundo. Pero hasta ahí llegó el festejo: un segundo después encaró la vuelta al cuadro con esa calma imperturbable que fue sello permanente de la casa.

Aquel inolvidable primero de agosto, un fugaz choque de manos me convenció de que Linares, aunque fuera por apenas un instante, se podía parecer a los mortales.

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