LA HABANA, Cuba. Pasaban las nueve de la mañana cuando junto a mi amigo Eliecer Llorente abordé el pasado domingo, en Santiago de las Vegas, aquel taxi de color negro que nunca llegó a su destino.
Íbamos rumbo a San Antonio de los Baños. Parecía un domingo igual que otro cualquiera, sólo faltaban dos días para el tan mencionado desfile del Primero de Mayo, que además de ser una fecha sagrada para la cúpula del gobierno cubano, esta vez estrenaba a su nuevo gobernante.
El auto en que viajábamos no había cometido ninguna infracción de tránsito, pero aun así fue el único de una extensa fila vehículos detenido por un auto policial que se encontraba a un costado de la ancha carretera.
“Documentos”, pidieron los oficiales al chofer con tono amenazante, y automáticamente fingieron revisar en el maletero del auto.
Habiendo cumplido con el engranado montaje, como si se tratara de un casting para una película, se dirigieron a los dos únicos pasajeros que viajábamos en el auto, Eliecer y yo.
“Ustedes también entreguen sus documentos; ¿qué llevas en el bolsito?”, preguntaron. “Un pedacito de carne”, contesté. Entonces me revisaron y sin dejarme pronunciar una palabra más, nos esposaron y condujeron hacia el auto patrullero.
Uno de los policías tomó el equipo de comunicación del auto e informó: “avanzando con el objetivo”. Ahí comprendí el motivo del arresto. El periodista contrarrevolucionario y el hijo del hombre que les ensombreció el desfile el pasado año, al parecer, eran una seria amenaza que podría empañar el sagrado acto de los trabajadores.
Llegamos a la unidad policial. Fuimos recibidos por un grupo de seis oficiales. Una patada en la parte baja de cada uno de mis pies, propinada por uno de los uniformados, me indicaba que debía abrir las piernas lo más que pudiera si no quería perderlas, mientras me realizaban una minuciosa inspección.
Despojados de todas nuestras pertenencias, nos introdujeron en diferentes calabozos, pues, nos dijeron, tenían órdenes estrictas de la jefatura de mantenernos alejados.
Éramos seis en una mazmorra para dos, mis compañeros estaban allí por delitos comunes y llevaban más de veinte días encerrados en aquel infierno.
“Te quieren ver”, me dijo el carcelero, al tiempo que abrió el candado de una enorme reja que, por su grosor, parecía ser la puerta de una jaula para leones. Me condujo a un gran salón con rejas similares, donde me esperaba el supuesto instructor del caso.
”Sabemos a lo que te dedicas”, fue su primera frase. Ya en ese momento habían olvidado el tema de la carne, supuesta causa del arresto. Me confesó que había sido acusado por receptación y no por mi trabajo. Sin embargo, todo el interrogatorio giró en torno a mi labor como periodista independiente y al desfile del Primero de Mayo.
Finalmente, al rato apareció el verdadero responsable de mi “estancia” en aquel deplorable lugar, el oficial Carlos, de la Seguridad del Estado, ese a cargo de hacerme la vida imposible.
“Voy a ser claro, cuando se acabe el desfile los voy a soltar a los dos, pero tienen que estar tranquilos o de lo contrario tendremos que usar la fuerza”, me dijo y se retiró.
Aquella era una amenaza clarísima que decidí acatar, pues mi intención no era quedarme en aquel horrendo lugar, donde disponíamos de agua potable por sólo una hora después de las seis de la tarde y los alimentos te mandaba corriendo para el baño.
Así transcurrieron aquellos tres infernales días, que no parecieron acabar nunca. Fui liberado en la tarde del miércoles 2 de mayo, y como si no les bastara con el encierro, me pusieron una multa de 60 pesos. Un capítulo más en la odisea de ser periodista independiente en Cuba.