LA HABANA, Cuba. – Puede ser que estemos en el capítulo final del castrismo con sus emblemáticos disfraces marxistas-leninistas y cada vez más dispuesto a coquetear, sin descuidos ni excesos, con el legado de Adam Smith, uno de los padres de la economía de mercado.
Ante la idea de la terminación del sistema inspirado en los manuales de la revolución bolchevique y basado en la finitud de hombre y todo lo creado por él, es real lo que se plantea.
Lo difícil es acercarse a una opinión acertada respecto a la fecha, tan siquiera aproximada, del epílogo y en cómo ocurrirá ese desenlace tan esperado, más allá de los disimulos y acomodos de rigor para evitar la inclusión en las nóminas de herejes que se elaboran y actualizan en las oficinas del Ministerio del Interior.
Es un hecho, que la revolución cubana, cumplirá, dentro de pocos días, sus sesenta años, sin estorbos de consideración.
Todo está dispuesto para las celebraciones, con sus rondas de discursos triunfalistas, fuegos artificiales y cañonazos con balas de salva, en saludo a la continuidad del proceso, que contra toda lógica sobrevive a sus interminables cadenas de fracasos sociales y económicos.
En las calles, al margen del habitual bullicio, sus baches inmemoriales, las cordilleras de basura en las esquinas y el deslizamiento de aguas albañales en el borde de las aceras, no se percibe nada que induzca a pensar en un alzamiento popular ni nada que se le parezca.
La gente se adapta al medio. Se deja llevar por las corrientes de la resignación, con la idea de que otros, dentro y fuera del país, por ejemplo, en la misma geografía latinoamericana o en África, están peor y también con el convencimiento de que la mejor opción es acomodarse a las circunstancias.
Es una cultura sembrada en la mente de varias generaciones, modelada por una multiplicidad de factores, entre cuyos componentes principales, habría que mencionar al adoctrinamiento y la efectividad de las estrategias de control social.
El chantaje, la delación y la impunidad de las fuerzas represivas, encabezan tales estructuras.
La necesidad de traficar productos birlados en las empresas del Estado como paliativo a los míseros salarios que apenas alcanzan para cubrir las necesidades básicas se convierte en un mecanismo de desvalorización ética y moral.
Basta un interrogatorio y las evidencias de alguna transgresión de esa índole para que cualquiera termine comprometiéndose a colaborar con la policía de forma permanente.
A pesar de su estela de parches y abolladuras, el castrismo, no parece tener sus días contados.
La presencia de la apatía sigue siendo abismal, junto a esa proverbial tendencia a diluir las tensiones con el choteo y la “vaciladera”, con ron de cuarta categoría, sexo barato, entretenimiento vía internet en alguna de las zonas wifi y reciclajes de viejas ilusiones en el mejoramiento del nivel de vida, en un futuro perdido en el tiempo.
En víspera de Noche Buena, las filas crecían en las afueras de las desabastecidas tiendas, en los agromercados y en los timbiriches de los trabajadores por cuenta propia.
Las ruinas y los sobresaltos de la supervivencia pasaban a un segundo plano.
En primer lugar, estaba el deseo de comprar algo para regalar o compartir en familia, con los discretos ahorros de todo el año, reunidos a puro dolor legalmente o quien sabe si producto del robo continuado en el puesto de trabajo sin descontar los envíos monetarios de amigos y familiares desde otras latitudes.
La sensación es que “a la gente le da lo mismo, chicha que limonada”.
Para una mejor comprensión de la frase escogida del refranero popular, la expresión indica que lo más inteligente en virtud de la hegemonía de la escasez y la represión, es aceptar la realidad y no buscarse problemas adicionales con airear el descontento sin tapujos.
Desde esa rara mezcla de jolgorio y refunfuños pasajeros por la extenuante espera en una parada de ómnibus o en los exteriores de un centro comercial, me fue difícil atisbar las aspiraciones, en este caso de los habaneros, de que el país se enrumbe por el camino de una reforma integral que legitime al pluripartidismo, la economía de mercado y el ejercicio pleno de las libertades fundamentales.
La lección aprendida en el fragor de las penurias y los miedos, estriba en amoldarse al juego sucio impuesto por el poder y esperar por un milagro redentor que no llega a concretarse.