LA HABANA, Cuba, enero (173.203.82.38) – En la vida diaria del cubano suceden cosas que pasamos por alto; quizás porque son sólo uno más de los cientos de problemas que nos agobian, ocupan un tercer plano, para evitar más contratiempos.
Los cubanos viven volcados en los mercados estatales tratando de conseguir alimentos. Las neveras de los comercios de la capital exhiben a precios exorbitantes, bandejas de muslos de pollo, hígado de res y picadillo de pavo. Ante la escasa variedad y el cansancio que produce la búsqueda, la gente ni repara en que los dependientes revisan las compras de cada cliente dos o tres veces antes de que éste salga establecimiento. Es una forma de decirnos: “Usted es ladrón hasta que revise su bolsa y compruebe lo contrario”.
Pese a que existen cámaras de vigilancia, las filas de consumidores a la salida de los mercados en espera del consabido registro para poder salir, por increíble que parezca, son más largas que las interminables colas que se forman para comprar. Se puede no encontrar trabajadores en algún departamento, debido a la reducción de plantillas, pero a la salida, infaliblemente, hay por lo menos dos dependientes, a los que se suma el custodio, para formar el trío encargado del registro.
Los mercados del centro de la ciudad, construidos todos antes de 1959, tienen entradas y salidas espaciosas, para comodidad del público. Hoy, como el Estado asume que todos los consumidores somos rateros, las puertas de tiendas y mercados permanecen cerradas, y en algunos hasta sellan las salidas, que sólo se abren a la mitad para que el cliente salga. Así se evitan las fugas, ya que se supone que todo comprador está allí para robar, aunque paradójicamente, el único atracado es el consumidor, y el verdadero atracador es el Estado que fija los precios de los productos.
Son cosas de mi país que amargan nuestra vida cotidiana, y que, como muchas otras, pasan inadvertidas porque el sistema nos deja poco espacio para pensar en que merecemos algún respeto.
Nos hemos adaptado a muchas cosas. Al salir a las calle, sabemos que enfrentamos el constante peligro de los edificios que se derrumban por toda la ciudad y caminamos sin pensar, por debajo de los balcones y los edificios agrietados por el abandono; o elegimos el riesgo de ser atropellados por un auto al caminar por el medio de la calle, por miedo a los derrumbes. “Oye, tú no pagas chapa”, es el grito de moda que los choferes lanzan a quienes, como yo, prefieren el riesgo de morir atropellados en el centro de la calle que aplastados por los escombros.
Andamos entre las aguas albañales que corren por toda la ciudad, sin necesidad de aguantar la respiración. Nos hemos acostumbrado a convivir con los contenedores de basura desbordados y pasamos por su lado tranquilamente, mientras comemos, sin que nos produzca ya el menor asco.
Conducimos automóviles por las calles llenas de huecos o mal pavimentadas. Cuando se nos rompen los zapatos, de tanto andar entre podredumbre, aguas albañales y escombros, culpamos al fabricante extranjero, así como el gobierno reclama a los chinos por el deterioro de los ómnibus Yutong recién comprados.
Los deficientes servicios son parte tan integral del socialismo, que reclamamos la eliminación del permiso para poder viajar al extranjero, pero obviamos algo mucho más cotidiano: el humillante encierro a que estamos sometidos a diario en cualquier tienda.
El cubano no se considera a sí mismo “contribuyente”, ni piensa en los derechos que, como tal, debe tener. Protesta ahora por la nueva política de aumento de impuestos, pero no hace valer sus derechos ciudadanos, ni reclama los derechos que pagar impuestos debe darle.
“No te busques problemas, deja eso”. Es la típica frase entre cubanos cuando alguien se irrita ante tantas ineficiencias y humillaciones y protesta por encima de lo autorizado.
Como si nos hubiéramos abandonado al destino, asumimos las violaciones y humillaciones cotidianas como parte de la vida, como “problemas del sistema”, que quizás algún día, no sabemos cómo, el socialismo castrista supere.