LA HABANA, Cuba, mayo (173.203.82.38) – Dicen algunos que es bueno hablar de lo que uno teme a ver si nunca se materializa. Por eso, les confieso que me preocupa la posibilidad de que el castrismo sobreviva por muchas décadas a Fidel Castro. Puede que incluso el castrismo sin Fidel ni Raúl Castro triunfe un día en las urnas. Aún en unas elecciones democráticas, si es que algún día hay democracia en Cuba.
Me refiero a una de verdad, no al modelo de democracia priista o putineska que nos tienen reservado, bajo varias llaves y sellos, para el día que no tengan más movida que hacer, ciertos aparatchiks que sueñan ser los herederos, pero por ahora no se atreven a destaparse como reformistas.
¿Creen ustedes que habremos escarmentado definitivamente, y que para entonces no habrá suficientes ancianitos nostálgicos, masoquistas de atar, confundidos, desilusionados de ida y vuelta de todo e idealistas incorregibles y siempre insatisfechos?
Señalaba hace unos años Carlos Alberto Montaner que “en América Latina nadie jamás desaparece del todo, haga lo que haga, ni siquiera tras la muerte”. Para corroborarlo, ahí están los fenómenos (y las sucesivas reelecciones y reencarnaciones) del peronismo, el arnulfismo, el torrijismo, el sandinismo y el aprismo, entre otros.
Los peores, los que más daño hicieron a sus naciones, son los más persistentes en los retornos. Lo más triste y desconcertante, más que las momias de Perón y Evita, son sus legiones de fervorosos seguidores.
Ahora mismo, imposibilitado Alberto Fujimori de reelegirse por estar en prisión, su hija Keiko amaga con la restauración del fujimorismo en Perú. Si no lo logra, será porque Ollanta Humala le ganó en las elecciones. No sé cuál de las dos opciones será más desastrosa, si el Etnocacerismo cuartelario, camorrista y cromañónico de Humala, o el fujimorismo sin Alberto Fujimori ni Vladimiro Montesinos de Keiko.
El dilema es tan duro que hasta Mario Vargas Llosa, un hombre que no suele disparatar, sino todo lo contrario, ya adelantó que antes de votar por Keiko, lo hará por Humala, aunque sin entusiasmo ni alegría. Entonces, me pregunto, por qué no se abstuvo, desencantado con el inusual patinazo de mi siempre muy admirado Don Mario.
El ejemplo es sólo para ilustrar hasta dónde nos puede arrastrar a los latinoamericanos esta manía por revivir las pesadillas. O meternos de cabeza en una por huir de otra. Pero esto es pura divagación. Es sólo por si acaso. Hablé del asunto por lo que expliqué al principio. Ojala estén errados los que dicen que cuando uno habla mucho de sus temores, eso ayuda a que se corporicen. Ni que Dios lo quiera. Cruzo los dedos. Toco madera. ¡Solavaya!