LA HABANA, Cuba.- Dice la voz popular que los extremos radicalmente opuestos terminan pareciéndose. Esa verdad de Perogrullo se ha tornado irrefutable para quienes nos dedicamos al periodismo independiente dentro de Cuba. En especial para quienes practican el elemental derecho a la libre expresión a través de columnas de opinión y por ello acaban sometidos a un implacable fuego cruzado, tanto desde el poder dictatorial con su poderoso monopolio de prensa como desde la oposición anticastrista, e incluso desde “colegas” del gremio que se supondrían paladines de la libertad de expresión.
De alguna manera más de medio siglo de un sistema político retorcido y pernicioso ha acabado minando las bases sociales tan profundamente que quizás se necesite idéntica cantidad de tiempo ―si no más― para recuperar al menos de manera parcial el endeble tejido cívico republicano que nos fue arrebatado desde el “triunfo revolucionario”.
Precisamente la prensa ―cuyos orígenes en Cuba datan de 1790, con el surgimiento del Papel Periódico de La Habana, fundado por la Sociedad Económica de Amigos del País― fue uno de los pilares más sólidos de la República nacida en 1902, en la que hubo decenas de periódicos y revistas. En 1922 surgió la primera estación de radio, y ya en 1930 sumaban un total de 61 estaciones. La televisión, por su parte, llegó a la Isla en 1950 e incluyó nuevos espacios informativos y noticiosos.
Si a esto se añaden los noticieros cinematográficos que ya existían anteriormente, se puede concluir que Cuba contaba con una sólida tradición de prensa que promovió el desarrollo de la opinión pública y de la formación política de una buena parte de la población, a través de toda una gama de opiniones de las más diversas tendencias en disímiles temas de interés para la vida nacional.
Con sus luces y sus sombras, el periodismo republicano gozó de un saludable desarrollo hasta que Castro I lo intervino y “nacionalizó”, para fundar su particular monopolio de prensa y ponerlo al servicio del Poder, función que cumple hasta hoy. Pese a todo, su contraparte ―el periodismo independiente―, surgido en la década de los años 90’ del siglo XX, e impulsado en los últimos años gracias a la utilización de las nuevas tecnologías de la informática y las comunicaciones, ha logrado ganar espacios, e incluso crecer, en condiciones verdaderamente precarias y hostiles, a contrapelo de la represión, el acoso y otras adversidades.
La historia y avatares del periodismo independiente cubano resultan demasiado extensos para abordarlos en el presente texto, y por otra parte, nos apartarían del tema esencial, que se podría resumir en una pregunta cardinal: ¿están preparados los partidos y líderes de la oposición para asimilar los paradigmas democráticos por los que se supone están enfrentando a la dictadura castrista? O, más directamente, ¿tienen una clara conciencia de que la libertad de expresión es un elemento básico ineludible de toda sociedad que aspire a ser considerada democrática?
A juzgar por mi experiencia personal y por las reacciones que he percibido desde algunos líderes y sus más acérrimos seguidores cuando me he cuestionado las propuestas, actitudes y métodos empleados por ellos, me temo que no todos los “luchadores demócratas” de la Isla y del exilio están preparados para asumir el reto de una prensa libre. Más aún, me atrevería a afirmar que el peligroso virus de “la intransigencia” ha minado el corpus protodemocrático de la sociedad civil independiente cubana y ―junto a las miasmas del caudillismo, los autoritarismos, y sus males acompañantes―, está reproduciendo idénticos patrones que el sistema que se pretende derrocar.
Para ciertos “iluminados”, la crítica a la oposición no solo resulta dañina, sino que constituye prácticamente un acto de “traición” ―palabreja ésta que se ha puesto muy de moda en los medios― al “hacerle el juego a la dictadura” o “desprestigiar” a los líderes “que están haciendo algo de verdad”. Tal como indica siempre el General-Presidente, Raúl Castro, algunos opositores consideran que para las críticas hay “un lugar adecuado y un momento correcto”. Ese momento, a su juicio, no ha llegado, y como se sienten personalmente atacados reaccionan, no con argumentos, sino con ofensas y reproches, al más puro estilo castrista.
Una acusación muy frecuente que se lanza contra cualquier cuestionamiento u opinión diferente a la de uno de estos esclarecidos adalides de la democracia es que las críticas tienden a “dividir” a la oposición. Cualquier individuo no avisado podría pensar que ésta alguna vez estuvo unida. Es también la postura de esa otra rémora: los oportunistas; que a falta de luz propia aprovechan la ocasión para posar de conciliadores y razonables, regañando paternalmente al periodista trasgresor y esgrimiendo una de las frases más mendaces y repetidas en los corrillos: “en definitiva todos estamos por lo mismo”.
Como si en lugar de políticos y periodistas, posiciones comúnmente en contrapunto en las sociedades occidentales medianamente saludables, fuésemos escolares exploradores que se riñen por una golosina en un campamento de verano.
Sin embargo, lo que resulta más alarmante en este contrapunteo sin sentido ―habida cuenta que un líder imbuido por un sentimiento verdaderamente democrático debería interesarse más por las críticas argumentadas que recibe que por las lisonjas de los hala-levas serviles, que siempre abundan― es que esa realidad se está reflejando en la autocensura por parte de algunos periodistas independientes, quienes muchas veces, con la mayor deshonestidad e hipocresía, aprueban en silencio las críticas que publican sus colegas más audaces y les felicitan a hurtadillas, en voz baja, pero callan sus propios criterios porque temen ser catalogados de “políticamente incorrectos” o de “agentes”, esta vez desde las antípodas del castrismo.
Tampoco faltan neocaudillos que se ofenden cuando algún periodista irreverente, como esta escribidora, se niega a ponerse a su servicio o a convertirse en cronista de sus bitácoras personales. No conciben cómo alguien puede ser tan “falto de solidaridad” que decida priorizar otro tema que no sea el de sus propias heroicas campañas y sus inigualables demostraciones de patriotismo y valor.
Si, para más señas, el periodista de marras prefiere evitar en sus textos frases ampulosas como “la hiena de Birán”, “la sangrienta tiranía”, u otras de similar rimbombancia teatral para calificar a los autócratas del Palacio de la Revolución, se convierte de facto en un sujeto muy sospechoso.
Cualquier parecido con los ungidos de la cúpula verde olivo, ¿es pura coincidencia?
Parece algo pueril, sin embargo, es realmente preocupante para la salud del periodismo que en ciertos nichos de la oposición de hoy está tomando cuerpo la censura de mañana. De mantenerse esa línea, el final de la dictadura castrista solo supondría un cambio de color en la mordaza de los poderes políticos sobre la libre expresión ciudadana, y el inicio de un autoritarismo de diferente signo, pero igualmente restrictivo.
Salvo que los que hemos elegido como profesión el ejercicio de la opinión desde la prensa tengamos suficiente sentido de la ética y del respeto por nosotros mismos y por nuestros lectores, y sigamos haciendo ese periodismo incómodo que mantenga a los políticos de hoy y de mañana bajo el rigor del escrutinio público, como debe ser en una sociedad en democracia.
En lo personal, rechazo el periodismo ñoño y complaciente, rechazo la subordinación del periodismo a cualquier liderazgo, y muy especialmente rechazo la impunidad. Quizás no sea eso lo que esperan del periodismo independiente los muy controvertidos “servidores del pueblo”; pero con seguridad, es lo que esperan los cubanos de bien.