LA HABANA, Cuba.- La mugre y el mal olor son hermanos que viven en La Habana.
Son dos viejos acompañantes de esta ciudad que cautiva a los turistas que vienen con sus cámaras fotográficas de última generación a llevarse las impresiones de las cuarterías atestadas de miseria, los tanques con agua estancada para beber y asearse, sin olvidar las bondades del ron peleón que facilita los atajos para huir temporalmente del hambre y las tórridas temperaturas.
Atrapados en el lente, viajan por el mundo miles de cubanos olvidados por una revolución que se las ingenió para repartir la miseria a partes iguales y a cambio obtener un burujón de aplausos y sonrisas a pesar de ese mar de agobios donde a duras penas se consigue flotar sin las remesas de los familiares que viven en el exterior o la habilidad para interactuar en los vericuetos del mercado negro.
Cuba aparenta normalidad más allá de esos pasajes, reales y cotidianos, que nada tienen que ver con las noticias de la prensa oficial acostumbrada a reciclar la banda sonora manufacturada en los talleres del Partido único, donde todas las empresas sobrecumplen los planes de producción y se eleva el consenso popular en torno a las políticas y promesas del gobierno relacionadas con la marcha “triunfal” del socialismo y su mutación hacia un perfeccionamiento que en teoría dejará boquiabiertos a los gurús de la economía mundial.
Por increíble que parezca, es normal que los turistas vengan en oleadas a disfrutar de los desastres provocados por un interminable ciclo de ineptitudes y torpezas cometidas por la burocracia nacional.
Resulta paradójico que los edificios despintados y a punto del colapso se hayan convertido en una atracción, mucho más si están habitados y un grupo de sus ocupantes juegan una partida de dominó justo entre el maderaje del apuntalamiento como si estuvieran en la terraza de una suite de un hotel cinco estrellas.
Las cordilleras de desperdicios en las esquinas y los bares en moneda nacional, con sus mesas mugrientas, baño de olores infernales, un perro callejero enclenque merodeando en busca de alimentos y un borrachín, entrado en años, entonando un bolero de los 50, también aparecen a menudo en el botín gráfico de los visitantes foráneos.
Se ha creado una especie de culto a los ripios de una dictadura que se acerca a su aniversario sesenta.
Duele que la inmundicia sea asimilada como parte del decorado de una gran obra política y social inconclusa por los presuntos efectos de un embargo, que a la luz de los hechos ha servido más como plataforma de legitimación a la cúpula de poder que como palanca para impulsar la transición hacia la democracia.
Ante el cúmulo de evidencias llego a la conclusión que el churre cubano se cotiza bien y la peste ni hablar. Dos realidades insoslayables que sirven de tapadera a los mandamases y sus colaboradores.
Aparentemente el cubano promedio está feliz en medio de la hediondez y las escaseces. Sus protestas van del refunfuño hacia alguna frase que siempre termina con una mirada hacia los lados para cerciorarse que no haya nadie demasiado cerca. Un chivato puede arruinarle la vida a cualquiera.
Rara vez la molestia se convierte en la motivación para asumir una pose abiertamente contestataria.
Presumo que los turistas van a continuar sordos y ciegos ante el dolor de muchos cubanos, sobre todo los que sufren represalias por su activismo a favor de un cambio, tales como los actos de repudio, las detenciones arbitrarias y las condenas a prisión.
Salvo raras excepciones, su misión es llevarse en la memoria de sus cámaras las pruebas de que la pobreza endémica no es óbice para estar deprimido ni mucho menos.
No faltarán actores emergentes para documentar esa falsedad, desde la puerta de un solar o sentado sobre los escombros de un derrumbe.
El miedo a contar la verdad es tan real como los ríos de aguas albañales que irrigan el borde de muchas aceras de La Habana.
Frente al edificio donde vivo hay uno que golpea en mi nariz como Casius Clay en sus mejores tiempos.
¡Qué peste!