LA HABANA, Cuba.- Fui uno de los tantos maestros emergentes captados a principios de los años 70. Había necesidad de profesores y buscaban personas con cierto nivel de escolaridad para ejercer de maestros en la enseñanza primaria.
Tenía entonces 27 años, décimo grado de escolaridad y trabajaba en una de las tantas empresas del Ministerio de la Construcción como peón de albañil. Hasta allí llegó la convocatoria para “dar un paso al frente e integrarse a esta “tarea de la revolución”.
Por supuesto que ser maestro era una labor más cómoda, limpia y mejor pagada en esos tiempos que dar pico y pala y cargar cubos de hormigón.
No lo pensé dos veces y me dirigí al municipio de Educación, que estaba situado entonces en una casona de la calle 4 entre 23 y 21, en El Vedado, donde hoy radica una de las dependencias de la Comisión del Carnaval Habanero, para ser entrevistado por un funcionario en ese lugar.
Explicar mi procedencia fue un desafío. Antes de en la construcción, había trabajado en la agricultura, castigado, por ser un ciudadano más que en esa época, durante la congelación laboral que precedió a la promulgación de la Ley de la Vagancia, carecía de vínculo con algún centro de trabajo. No lo tenía porque estaba pasando un curso como camarógrafo de televisión y cuando traté de obtener una plaza, quedé fuera, porqué limitaron a diez las capacidades y cuatro eran para becados del MINED (Ministerio de Educación).
Comencé como maestro a finales del curso 1971-1972 en la escuela primaria “Renato Recio”, en El Cerro, sin ningún tipo de capacitación previa, para sustituir una maestra graduada que se iba por licencia de maternidad.
Luego trabajé durante tres cursos más en otra escuela, la Frank País, hasta que por peritaje médico se me destinó a la enseñanza en la Educación de Adultos.
Estaba en marcha la Batalla por el 6to Grado. Se habían creado aulas en lugares improvisados por la Federación de Mujeres Cubanas (FMC) para las amas de casa, y también en centros de trabajo para los obreros.
Además de trabajar en estas aulas el tiempo reglamentario, era contratado en horas extras para dar clases a los trabajadores en su propio centro laboral.
Cuando la llamada Batalla por el Noveno grado se inició de manera oficial en 1980, pasé a formar parte del colectivo de profesores de la Escuela Secundaria Obrero-Campesina “Camilo Cienfuegos”, en El Vedado.
Trabajaba de noche y en contratos por el día, impartiendo solo una asignatura.
Los maestros teníamos algunas ventajas. El sueldo que percibíamos por las distintas contrataciones era superior al salario oficial, pues se podía tener hasta tres contratos en los horarios libres. Y como los centros laborales que atendíamos eran en su mayoría restaurantes y hoteles del municipio Plaza, podíamos los sábados ir a disfrutar en esos establecimientos, asequibles por esa época, que comparada con la actualidad, pudiéramos decir que fue de oro.
Los alumnos que asistían a clases estaban casi obligados. El estudio era considerado uno de los méritos laborales y era una condición imprescindible para poder optar por los efectos electrodomésticos que otorgaban a los más destacados.
La mayoría de los estudiantes llegaba al aula con tremendo cansancio después de sus 8 horas laborales, lo cual les imposibilitaba un aprendizaje eficaz.
Algunas anécdotas pueden reflejar el aprovechamiento académico de esos estudiantes. Un ejemplo fue el caso de un alumno, que en una prueba de Historia de Cuba, al preguntarle la significación histórica de la Protesta de Baraguá, contestó que “esa protesta había sido por unos mangos”. Hasta hoy no he podido definir si se refería al lugar donde se efectuó dicha protesta, o a porque pensaba que los mambises exigían las frutas.
La orientación que había siempre era la de aprobar a todos los estudiantes que se presentaran a examen. Si algún estudiante no concurría por enfermedad u otra causa, teníamos que localizarlo y hacerle la prueba, aunque fuera en su domicilio. También había que ayudar a todos al máximo, y hasta insinuarles la respuesta correcta, algo que hacíamos muchas veces por compasión.
Aquello era un fraude. Muy pocas de esas personas salieron con un nivel de preparación adecuado. Hubo casos aislados que obtuvieron títulos universitarios, pero la gran mayoría solo logró conocimientos elementales bastante deficientes.
La Batalla por el Noveno Grado fue otra gran campaña de propaganda política que tergiversó la realidad. Constituye otro de los mitos de la Revolución.