Ramón A. Mestre.
El Nuevo Herald,
mayo 10, 2002.
Mi amigo Alfredo Leiseca falleció el mes pasado. La noticia de su
muerte soslayó los detalles de una vida singular. Alfredo se convirtió
en titular porque su mamá convocó una rueda de prensa para
denunciar al desalmado que mató a su hijo. Un chofer que huyó a
toda prisa tras atropellar a Alfredo.
Cuando detengan al tipo, nadie va a creerle si alega que no ''veía''
por culpa de la oscuridad o un temporal. Cometió el crimen en una calle céntrica
de Miami, en una de esas tardes limpias que Alfredo aprovechaba para caminar
desde La Pequeña Habana hasta Westchester, vestido en una guayabera
blanca de mangas cortas, con varios libros debajo del brazo.
Con Alfredo me sucede lo mismo que con el fallecimiento de mis amigos Miguel
González Pando y Kike Baloyra a finales de los 90. Su muerte me ha
partido el alma, en gran medida porque mi amigo no podrá regresar a una
Cuba liberada de la inmundicia castrista. Alfredo decía que el día
más feliz de su vida sería el momento en que pudiera decir: ''Ya
no soy un exiliado. Tengo un país libre''. Al igual que Kike y Miguel,
quería a Cuba desinteresadamente. Lo conocí hace casi treinta años
en una manifestación anticastrista en Nueva York organizada por la
Agrupación Abdala a la cual ambos pertenecíamos. Ese día la
policía se dio gusto repartiendo palos entre los exiliados. Leiseca me
abordó mientras nos recuperábamos frente a la sede de la misión
castrista a la ONU. Sin identificarse, me expuso su crítica de ''las
mediocres vacas sagradas'' del exilio cubano. En las palabras de Leiseca, vivían
en un potrero de lujo, de espaldas a Cuba, y no daban una sola gota de leche.
La mediocridad de las vacas sagradas fue uno de sus temas recurrentes.
Leiseca era consecuente, y brutalmente honesto. Afirmaba que era un poeta dotado
de sabiduría política. Se consideraba disidente de la democracia
cristiana y del Partido Auténtico cubano. Era brutalmente honesto y tenía
más ingenio, más cultura y más capacidad de trabajo que la
necia masa bovina que lo miraba como una plaga ambulante. Alfredo pensaba bien a
gritos, cuando no lo atenazaban los desvaríos que lo convirtieron en un
''cliente'' del estado terapéutico cuyas instituciones se empeñaban
en doparlo y en tratarlo como un idiota inútil.
En 1960 mintió sobre su edad para inscribirse en la Brigada 2506.
Estuvo un tiempo en los campamentos de entrenamiento, hasta que las autoridades
se dieron cuenta de la mentira y lo mandaron de regreso a Miami. Después,
se fue a México. Cayó en el epicentro del radicalizado ambiente
universitario de finales de los 60. Estuvo tres o cuatro años en el
Distrito Federal estudiando economía y batiéndose con los devotos
del castrismo. En ese momento, declararse ''gusano a mucha honra'', como lo hacía
Alfredo en la Universidad Nacional Autónoma, era un acto temerario que
además delataba intenciones suicidas.
Leiseca nunca me habló de esta etapa ''internacionalista''. Me
relataron los pormenores dos cubanos que compartieron con él en el DF.
Uno de ellos, el doctor Iván Portela, fue uno de los mejores amigos
que tuvo Alfredo. Iván es un poeta cubano, catedrático de la
Universidad Iberoamericana. Todavía reside en México. Me cuenta
que conoció a Leiseca en uno de sus primeros recitales de poesía
en el recinto universitario. Esa tarde, unos estudiantes comunistas intentaban
intimidar al gusano Portela, impedir que diera su recital. Dice Iván que
una voz estruendosa proyectada desde el fondo del salón interrumpió
su careo con los adversarios. Venía de un individuo fornido que llevaba
gafas de sol. El personaje les lanzaba insultos a los comunistas, exigiéndoles
que respetaran la libertad de expresión. En respuesta, los castristas
agredieron al gritón. Les respondió tirando sillas, puñetazos
certeros y patadas. También golpeó a los agresores con la hebilla
pesada de un grueso cinturón de motociclista. En poco rato, los
castristas abandonaron la sala. Entonces el de las gafas exclamó: ''Yo
vine a un recital de poesía. Ahora, el Dios Marte va a cederle su lugar a
las musas''. Iván le preguntó si necesitaba atención médica.
''No, chico'', le respondió Leiseca, ``yo me meto en broncas como ésta
todas las semanas''.
Lo cierto es que Alfredo no le tenía miedo a nadie. Una de sus
batallas tuvo como escenario una parada de autobuses donde dos asaltantes
intentaron quitarle un maletín que llevaba a todas partes.
Alfredo no permitió que se lo arrebataran. Antes de huir, los
bandidos frustrados le dieron dos tiros. La policía de Miami especuló
que el contenido de la maleta tenía que valer una fortuna para que el dueño
pusiera una resistencia tan empecinada. Leiseca les explicó que, en
efecto el contenido era de un valor incalculable puesto que en ese maletín
llevaba las únicas copias en manuscrito de sus obras inéditas. Y
que ningún pillo drogadicto se las iba a quitar.
Estoy seguro de que fue la primera vez en la historia de la delincuencia
floridana que un escritor arriesgaba su vida en defensa de su obra literaria.
En Miami, no he conocido un trotacalles tan aventurado como mi amigo.
Transitaba decenas de cuadras declamando poemas o retomando el hilo de los monólogos
que pronunciaba en voz alta. Alguna vez le dije que era el único aborigen
australiano nacido en Cuba y desterrado en Miami. Le relacioné sus
caminatas con los rituales aborígenes que descubrí en los
Songlines
de Bruce Chatwin, un libro que me obsesionaba en aquella época. Según
Chatwin, los aborígenes recorren enormes espacios siguiendo las líneas
invisibles de ''canciones''. Solamente las escuchan quienes se han iniciado en
los misterios del llamado ''dreaming'', una ensoñación colectiva
que, entre otras cosas, alimenta los lazos amorosos del aborigen con su tierra
de origen.
Cuba era la tierra amada en el sueño de mi amigo aborigen. A ratos,
también fue el sitio donde transcurrían sus pesadillas.
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