Una víctima
más (I)
Héctor Maseda, Grupo Decoro
LA HABANA, diciembre (www.cubanet.org) - Fredesvinda Hernández Méndez
no tuvo infancia feliz. Su familia era religiosa. Pertenecía a los
Testigos de Jehová, considerada por el régimen de Fidel Castro "una
secta oscurantista y contrarrevolucionaria".
Esta es la historia de una niña que, con mayor o menor intensidad, se
repitió en decenas de miles de hogares cubanos. Es el resultado de la
intolerancia ideológica de ese gobierno hacia una minoría
religiosa de nuestro pueblo.
Los primeros años de Fredesvinda transcurrieron en la finca Los
Quemados, en La Mosa, ubicada en el municipio Manicaragua de la provincia Villa
Clara.
"Siendo niña aún -nos dice ella- entendí que no
saludar la bandera no constituía una afrenta a la patria, mas mis
credenciales espiritualistas me impedía adorar imágenes creadas
por los mortales, que no cantar el himno nacional no me convertía en una
contrarrevolucionaria como decía el gobierno cubano, ya que su letra es
la llamada a la guerra entre los hombres; que no trabajar los sábados no
constituye indisciplina laboral ni un acto de mogollón, ya que este día
es el séptimo después de la Creación del Universo por Dios
y El lo decretó como día de descanso; que no portar armas no es
traicionar a la nación que nos vio nacer, porque la violencia sólo
genera violencia".
A los siete años de edad Fredesvinda asistió por primera vez a
la escuela elemental Marta Abreu de aquel pueblo. Ese centro educacional lo
apadrinaba una empresa militar (La Campana). Allí sufrió todas las
semanas, y durante años, los embates provenientes de la estrechez ideológica
de las autoridades gubernamentales (que controla el sistema educacional cubano).
Al respecto, Fredesvinda recuerda: "Todos los viernes se hacían
actos políticos en la escuela con la presencia de profesores, alumnos,
padres y los militares invitados. Yo, en unión de otros diez o doce niños
(de un total de sesenta) nos negábamos a cantar el himno nacional y a
saludar la bandera. No lo hacíamos porque nuestras creencias y enseñanzas
religiosas así lo indicaban. Por esta razón, los maestros nos
dejaban parados en el patio durante horas, bajo el sol, sin probar ni un poco de
agua, ante la vista de nuestros padres".
"Los militares -prosigue la entrevistada- a la expectativa, pendientes
para actuar ante la posible respuesta de nuestros progenitores. Aquella situación
era una tortura para niños cuyas edades oscilaban entre siete y once años;
para los viejos era una dura prueba de fe, como nos decían más
tarde".
Fredesvinda confirma que escenas como la anterior se repitieron semanalmente
durante cinco años. "Muchos de los pequeños -añade-
nos negamos a ir a la escuela los viernes, entonces la dirección de la
escuela adoptó otras medidas. 'Si ustedes no vienen ese día, sus
padres serán encarcelados y ustedes (los niños) internados en
escuelas correccionales para la reeducación de menores'. Este fue el
mensaje. Esa idea me aterrorizó: mis padres presos, yo encerrada en un
reformatorio para menores, ¡con siete años de edad! De inmediato
rechacé la idea. Preferí soportar el suplicio de los viernes, a
enfrentar la culpa del encierro de mis protectores y verme lanzada a un lugar
tan tenebroso como el anunciado".
Situaciones similares se producían durante los períodos de exámenes.
El nivel de exigencia de los maestros era exagerado en extremo con los niños
religiosos. Además, a Fredesvinda le impidieron que cursara los estudios
de sexto grado.
"Al llegar las pruebas finales no podíamos fallar en nada porque
nos suspendían los exámenes al menor desliz. Me esforcé
mucho y no me convertí en víctima docente de la irracionalidad del
sistema de educación. Otros muchachos no tuvieron la misma suerte.
Tuvieron que repetir el mismo grado varios años, mudarse del pueblo o
ceder a las presiones del gobierno y entrar en conflicto con sus padres".
La entrevistada prosigue: "Con enormes esfuerzos vencí las
pruebas hasta el quinto grado de la instrucción primaria. Mi escuela no
tenía aula de sexto grado por falta de maestro. Para cursarlo te
otorgaban una beca en Topes de Collantes para concluir la primaria. A mí
no me la concedieron, ni a los demás chicos religiosos. Nuevamente la
intolerancia política-religiosa del régimen de Castro primó
e impidió que continuara mis estudios a ese nivel. En esa época
tenía once años".
"No sería hasta transcurrido mucho tiempo cuando, ya casada y
con dos hijas, desterrada de mi provincia y siendo residente del pueblo cautivo
Ramón López Peña (ubicado en la provincia Pinar del Río),
pude continuar estudiando hasta vencer el nivel preuniversitario, gracias al
apoyo que me brindó una profesora, vecina de mi edificio".
Fredesvinda pensó que al salir de la escuela cesarían los
atropellos del gobierno de Castro contra ella y su familia. ¡Qué
equivocada estaba, aún faltaban las peores!
Una víctima más (II) / Héctor
Maseda / Grupo Decoro
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