CIUDAD JUÁREZ, México.- Todo comenzó en marzo. En una noche fría y de aguanieve en Ciudad Juárez, México. Treinta isleños se dirigieron a pedir posada al entonces albergue temporal del gobierno estatal, instalado en el gimnasio del Colegio de Bachilleres, y fueron rechazados.
Comenzaron a vagar por más de cuatro horas. En la cima de una colina, descubrieron una iglesia.
Al llamar a la puerta, un sacerdote les abrió: no le tuvieron que rogar. Juntos convirtieron las oficinas de la parroquia en un refugio. El cura movilizó a su comunidad: personas de pocos recursos, muchos de ellos operarios de fábricas maquiladoras, en una de las colonias más azotadas por la violencia en Ciudad Juárez.
El sentimiento anti cubano que se extiende en la opinión pública —por las fugas de los centros de detención migratorios mexicanos, los prejuicios de que son conflictivos o la creencia de que, al ser en su mayoría de tez blanca, tienen recursos económicos para pagar un hotel— contrasta con la realidad que se palpa en este refugio provisional.
El sacerdote y los feligreses de la parroquia San Juan Apóstol y Evangelista están encantados con los isleños, que conviven con una docena de personas centroamericanas, en busca todos del mismo objetivo. Aquí, la golpeada palabra “migrantes” deja de existir para convertirse en otras más amables. Ahora son sus hermanos, sus amigos, sus huéspedes.
—Padre, ¿cuántos amigos nos quedan?, pregunta un vecino que dona un paquete de arroz.
Francisco García, un sacerdote que nació hace 46 años en una de las zonas más pobres de Ciudad Juárez, arribó a esta iglesia de la colonia Infonavit Jarudo hace diez años, cuando la llamada guerra contra el narcotráfico, del ahora ex presidente de México Felipe Calderón, disparó la violencia en esta ciudad fronteriza con El Paso, Texas (Estados Unidos) y la convirtió en la más peligrosa del mundo por cuatro años consecutivos.
El mismo día de su llegada vio lo que ocurre cuando asesinan a jóvenes. Fue en unas instalaciones deportivas justo frente a la iglesia. Cuando escuchó los disparos, los gritos de sus familiares, los niños observando los cadáveres como quien asiste a una película más, se preguntó qué podía hacer. Ahí ofició su primera misa en la colonia. En la escena del crimen. Casi solo.
Poco a poco fueron más los que se atrevieron a salir y despedir a los que asesinaban en un acto que puede ser de gran riesgo. Pero no pasó nada trágico. Más personas se fueron uniendo a estas misas. Son tantas que no se acuerda del número exacto. Calcula que en esta última década ha celebrado funerales por miles de personas asesinadas bajo el imperio de la impunidad, la mayoría jóvenes y niños.
A la cotidianidad de los asesinatos, su acompañamiento a las mamás de niñas desaparecidas o sus múltiples tareas pastorales como sacerdote, sumó espontáneamente la atención a personas migrantes por la llegada masiva de los que eligen Ciudad Juárez como punto para cruzar ordenadamente hacia Estados Unidos, y aquí deben esperar entre dos y tres meses a que les toque su número.
El cubano Idalberto Díaz Rodríguez recuerda la agonía que sintió cuando él y un grupo de cubanos llegaron a Ciudad Juárez sin dinero, donde ni el albergue del estado ni el oficial católico La Casa del Migrante les admitieron, hasta que encontraron una puerta abierta.
“Es lo más grande, es una persona maravillosa, no tengo palabras. Fue un regalo tan grande que no sé como expresar. Dios nos trajo hasta aquí”, afirma Díaz, nacido hace 32 años en Santiago de Cuba, quien destaca el respeto y la confianza con el que son tratados.
Este albergue, realmente, no es un albergue. Es una iglesia que abrió sus puertas a las personas migrantes más necesitadas, que han pasado a ocupar las oficinas de la iglesia que se destinaban a actividades como catequesis o reuniones.
Por no haber, no hay ni duchas. Pero esto parece no ser un problema para los migrantes. Los hombres se asean con cubos. Las mujeres y niños son invitados por varias familias que los han “adoptado” para que puedan bañarse en sus casas.
El 80 por ciento de las setenta personas que hay hospedadas en la iglesia trabajan mientras esperan a que les llegue su turno para cruzar ordenadamente a Estados Unidos, estimada actualmente entre dos y tres meses. Son empleos que el sacerdote buscó entre sus contactos, convenciendo a empresarios a contrataran a los cubanos, a pesar de que carecen de permiso migratorio de trabajo.
“Todo fue muy rápido y en un mes ya teníamos a 70 extranjeros. Se les dio un espacio físico y la oportunidad del encuentro con los feligreses, lo que les levantó el ánimo enormemente. Hemos aprendido mucho de esta experiencia”, dice el Padre Francisco García, que da prioridad a los migrantes cubanos que no son admitidos en el albergue más grande de la ciudad, La Casa del Migrante.
“Los cubanos son personas nobles, sufridas, muy trabajadoras, con iniciativa, educadas”, destaca este sacerdote que fue el encargado de organizar la misa del Papa Francisco en Ciudad Juárez.
Lisandra Rodríguez, de 30 años, cocina con otras dos cubanas para el resto de los migrantes. Cada semana, las personas que pueden, cooperan con 50 pesos (unos 3 dólares) para comprar ingredientes que no hay en la despensa donada por la comunidad parroquial.
Las mamás centroamericanas, que se han acostumbrado a la sazón cubana, atienden a sus niños con los que cruzaron por varios países. Lisandra recuerda que a Hansel, de 5 años, lo tuvo que dejar en Cuba. Ahora juntas disfrutan de un oasis de dignidad en medio de la pesadilla que fue su travesía.
“Muy bueno el Padre Francisco, una persona tan dulce, nos sentimos muy bien”, afirma.
La comerciante hondureña Emérita López, de 32 años, lo asiente. Ella huyó de Tegucigalpa tras la última amenaza de muerte, a pesar de pagar a las pandillas el impuesto de guerra. Perdió sus tres negocios. Todo, menos su vida. Ahora sabe cómo pasar ríos, subir montañas y escapar de los ladrones en la travesía hacia Estados Unidos. También ha aprendido sobre los cubanos, algo que no imaginó.
“Son de muy buen trato, la convivencia es buena”.