LA HABANA, Cuba.- “¡Hasta que la cola no se organice, la guagua no va a avanzar!”. Así gritaba un inspector del transporte público ayer, a las tres de la tarde, en la primera parada de la ruta P7, que cubre el trayecto Habana-Cotorro. En la acera, una multitud de personas que llevaba horas esperando el ómnibus, ni siquiera se inmutó. Esa advertencia solía ser efectiva en otros tiempos, pero de unos años hacia acá, a la gente le da igual lo que digan los inspectores. Si el ómnibus no se mueve, lo esperan hasta que lo haga. Si amaga con irse vacío, se cuelan por las ventanillas o abren las puertas a viva fuerza, obligando al chofer a detenerse. Sabe que si un pasajero, por desgracia, cae debajo de una goma, le esperarán muchos años de cárcel.
Dentro del carro, el conductor encendió un cigarro y se acomodó en su asiento. No hay prisa. El inspector siguió tratando de convencer a las personas para que se organizaran, pero la cola respondió en sentido contrario. La gente, que ya estaba incómoda, arremetió contra él. Lo más suave que le gritaron fue “descarao”.
El mismo problema de siempre: no hay transporte porque no hay combustible y el parque automotor está en vías de aniquilación. Es la crisis que todos conocemos, pero agravada en estos días por la Feria del Libro, para la cual se ha destinado aproximadamente la mitad del transporte urbano.
“En todo el día solo han pasado tres carros, dos articulados y uno sencillo, que es lo mismo que nada”, lamenta el inspector mientras el P7 finalmente se adelanta. El nudo humano se atraviesa en la puerta. No hay cola, ni respeto, ni paciencia. A empellones, viejos y jóvenes, mujeres y hombres se disputan el derecho a subir. Una vez arriba, corren para ganar un asiento. El viaje es largo, lento y odioso sin importar donde se bajen.
En la acera de enfrente, los boteros aguardan por clientes dispuestos a pagar 250 o 300 pesos hasta el Cotorro. Hay poca demanda, pero no se puede perder la fe en la desesperación ajena. Dos personas salen de la cola y se encaraman en el taxi que está a punto de salir.
El P7 se sigue llenando. Se abren todas las puertas y empieza a entrar gente por dondequiera. Más ofensas para el inspector, para el chofer, para el gobierno. Alguien pide que traigan a la policía y enseguida otra voz le contesta que no hay policía ni para atajar delincuentes, mucho menos para poner orden en las colas.
Un oficial motorizado no logra intimidar a los boteros que cubren la ruta Playa-Centro Habana cobrando 100 pesos por tramo, incluso más. El que pueda pagar, bien; el que no, ya sabe. Los choferes llegan al parque El Curita, botan, cargan y reanudan la carrera, repletos. No se ve un ómnibus por ningún lado.
Los precios suben a la par de la demanda, la escasez de combustible y la amenaza del paquetazo económico. Se espera que un tanquero procedente de Túnez llegue a La Habana con 33.000 toneladas de gasolina, quizás destinada a los Cupet que operarán en dólares. Por si acaso, los boteros se adelantan y aplican tarifas abusivas.
En la Feria del Libro hay poca venta, sobre todo de libros. La gente va a comer alguna chuchería, tomar cerveza, comprar artesanías y pasear un poco, aprovechando el refuerzo del transporte estatal y la temperatura agradable de estos días.
Mientras, La Habana se paraliza por causa de un evento que cada año supera sus cotas de mediocridad y nada tiene que ver con estimular el interés por la lectura, aunque la propaganda diga lo contrario.
Avenidas desiertas y horas desperdiciadas debajo de un árbol —si tienes suerte— a la espera de la única ruta que puede llevarte a casa, componen el panorama urbano. A nadie por allá arriba le duele, ni le importa. Lo que importa es gastar el presupuesto del Estado en giras presidenciales que no cambian nada, o en actividades cuya realización es incompatible con la estrechez económica que sufre el país.
No se concibe que una feria, de lo que sea, impida que las personas lleguen a su centro de trabajo o estudio porque el 50% de una red de transporte, precaria de por sí, ha sido puesta en función de aparentar que en Cuba la cultura ocupa un lugar preponderante. La cantidad de teatros cerrados por comején, filtraciones o peligro de derrumbe, son prueba suficiente de lo contrario.
“El horario de confronta empieza a partir de las siete de la noche. La frecuencia de los carros disminuye a uno por hora; pero con la feria andando, demoran más”, explica el inspector.
Lo cierto es que quien no haya podido irse para entonces, terminará gastando lo que no debe en un taxi, si logra conseguir uno, porque los particulares también se están retirando temprano para protegerse de los asaltos, que se han vuelto peligrosamente habituales.
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