LA HABANA, Cuba. — El curso escolar ha comenzado, según los canales informativos oficiales, con todo lo necesario para que estudiantes y maestros se den a la tarea de “construir el futuro”, no sin precisar que dicha labor está llena de desafíos agravados, claro está, por el “cruel bloqueo”.
Mientras la retórica habitual se esforzaba por presentar un ambiente de entusiasmo y el gobernante Miguel Díaz-Canel visitaba una escuela primaria con niños de impecables uniformes y madres que exudan confianza en la educación gratuita, otro grupo de madres había salido de las escuelas donde hoy sus hijos iniciaron las clases directo para la cola de la tienda a comprar lo que fueran a vender por la libreta de abastecimiento.
En aquellos rostros sudorosos, duros, agotados, podía apreciarse la zozobra que trae el nuevo curso escolar, con altísimas cuotas de sacrificio que pocas madres cubanas podrán cumplir. De las ocho que allí comentaban los sucesos de la mañana, solo una había logrado conseguir lo mínimo indispensable para su hija de tercer grado, sin tener que pedir dinero prestado o recurrir al pariente emigrado.
Las mujeres, que habían pasado julio y agosto pensando en septiembre, calculando el costo de los uniformes —las que podían permitirse el plural—, la mochila y los zapatos; trabajando como mulas para lograr reunir los miles de pesos requeridos; y endeudándose porque lo que la semana anterior costaba dos mil pesos ahora cuesta tres mil, abrieron el curso escolar de los humildes y para los humildes “plantando” con la maestra que, impasible, se dio a la tarea de enumerar todo lo que el alumno debe traer para optimizar su aprendizaje, y que la escuela no le garantiza.
Ileana, madre de un niño que cursa el sexto grado, una vez concluida la compra tendría que ir a un negocio particular para imprimir el atlas geográfico que su hijo necesita, porque sencillamente no hay.
“Y se va en blanco y negro, porque si se lo hago en colores no va a llevar merienda esta semana”, aseguraba con ese sarcasmo triste a que están obligadas las madres cubanas, tratando de aparentar desenfado para ocultar el dolor en el corazón que produce el no poder, porque en esa situación se encuentra la gran mayoría. No pueden. La maestra lo sabe y no le importa, porque la orden viene de los altos círculos, habitados por seres que no tienen ni puta idea de cómo se están viviendo maternidades y paternidades en este país desbaratado desde la suela hasta la honra.
Imprimir un atlas de 48 páginas en blanco y negro supone un gasto de 720 pesos, un tercio del salario mínimo en Cuba; un gasto abusivo para esa misma madre que tuvo que comprar mochila, zapatos, libretas y lápices para que su hijo se presentara a clases lo más decentemente posible, y que durante los próximos meses deberá desembolsar al menos 500 pesos semanales para garantizar el pan y el refresco de la merienda, en la escuela y en la casa, porque los niños cubanos están pasando más hambre que nunca.
Otra madre muy seria, de apariencia muy humilde, no podía contener el disgusto cuando aseguró que su hijo fue con la merienda en la jabita de nylon de toda la vida, y el pomo de agua en una bolsita cosida a mano, porque ella no puede gastar tres mil pesos en un merendero. El cansancio en el rostro de aquella mujer era impresionante, mientras la cola se caldeaba porque algo que no debía acabarse se había acabado, entonces la gente se incomodó y comenzaron a llegar varios policías para poner orden.
“Una caja de crayolas en el boulevard de San Rafael cuesta 1.200 pesos. Una de colores cuesta 1.300. Yo no puedo pagar eso, porque si sacas la cuenta una sola crayola cuesta lo mismo que un muslito de pollo, con la diferencia de que la crayola no se come (…) Por tanto, que coloreen con el lápiz, yo lo siento muchísimo”, zanjó una madre de dos, hembra y varón, que esa misma mañana había tenido que pagar 800 pesos por un libro de texto de primer grado, inexistente en el almacén de la escuela y accesible en casa de un vecino que los vende de uso, pero en buen estado.
Se ha hecho común que los maestros inicien el curso pidiendo cosas y dejando claro a los padres que la logística corre por su cuenta, mientras ellos (los docentes) solo tienen que ocuparse de enseñar a los muchachos. Si al menos fuera así, el sacrificio tendría sentido; pero el bajo nivel de instrucción de niños y adolescentes en Cuba es preocupante, al punto de que los padres se cuestionan seriamente para qué los mandan a la escuela.
“El año pasado yo pagué repasadores para todas las asignaturas, porque mi hijo no está aprendiendo y no quiere ir a la escuela. Los maestros faltan por cualquier motivo, o no explican bien, o no tienen ganas de dar clases (…) Yo, en su lugar, tampoco tendría, pero entonces que pidan la baja y ya”, concluye Ileana, que es de las pocas madres que disponen de recursos para apuntalar la educación de su hijo con profesores particulares. Las demás concuerdan con ella, pero alegan, resignadas, que tener a los niños en la escuela les ofrece una cobertura de varias horas para luchar los pesos y adelantar los quehaceres domésticos.
“Cuando llegan es pidiendo jama to´el tiempo”, vuelve a quejarse la madre que no puede comprar crayolas, quien se vuelve hacia mí y pregunta: “¿Y tú tienes hijos?”. Le respondo que no. Entonces apoya una mano en mi hombro y me dice, mirándome fijamente: “y que no te pese. Si yo llego a saber esto, los míos no nacen”.