VILLA CLARA, Cuba. – Encima de un buró de oficina que sirve como mesa hay un mendrugo de pan duro y medio pomo de un líquido bilioso caliente. De las paredes fracturadas cuelga una tendedera con algunas piezas que pudieran parecer mudas de ropa o no, y que se ventilan perfectamente con la brisa filtrada por las claraboyas del techo. Este cordel también funciona como escaparate porque el lugar está desprovisto de muebles.
El ambiente huele a madera húmeda, a pesar de que no ha llovido esta semana en Santa Clara. Jorge Luis Crespo Jacomino se disponía a probar el primer bocado del día consistente en ese pedazo de pan y el refresco instantáneo, cuando recibió la visita en la casa que él mismo llama “su pocilga”. Crespo es un personaje popular de la ciudad, un hombre que vive con SIDA, bajo un techo antiguo de madera a punto de caerle encima, y una asistencia social de 214 pesos mensuales.
La choza de Crespo está ubicada en la misma arteria céntrica del centro cultural El Mejunje, antiguamente nombrada El Calvario, hoy calle Marta Abreu. Su pedazo de cuarto fue alguna vez el sitio escogido por Marta y el abogado Luis Estévez para realizar el brindis de su boda, en mayo de 1874.
“Crespo, el animal”, como prefiere signarse a sí mismo mientras se golpea el pecho con fuerza, empezó a trabajar a los 16 años en la fábrica de cigarros de Ranchuelo y por mucho tiempo fue el conductor del superbús del municipio. “Me salió la enfermedad y me metieron en el sanatorio”, relata.
“Me dijeron que de ahí no podía salir más, que esa era mi casa para siempre. De eso hace 23 años. Estuve ocho años internado allí. Pensé en ahorcarme, hasta que me adapté a salir de pase, pero tenía tanta pena de que la gente me viera. Vine para El Mejunje, cuando empezaron a trasladar a la gente para Sancti Spíritus, porque yo dije que esta era mi provincia y que de aquí no me iba”.
Sin sitio para pernoctar, sin trabajo, ni respaldo económico alguno, Crespo tomó como cama una caja mortuoria de atrezo que pertenecía al montaje de la obra Las aventuras de Juan Quinquín. “En tiempo de frío, dormía dentro de la caja o la cogía como colcha. Cuando hacía calor, la viraba y dormía arriba de ella”.
Hace ocho años, Crespo escuchó que el cuartucho donde vive hoy estaba deshabitado. “Esta noche va a acontecer un hecho histórico”, le dijo a un amigo nigeriano que lo acompañaba. “Le metí una patada a la puerta y entré. Fui a una panadería, me compré dos cañas de pan y me acosté a dormir. Me servía cualquier cosa, porque no tenía casa”. Para un hombre hambriento, enfermo y desprovisto de afecto, aquel hecho ilícito era justificado por la propia necesidad de sobrevivir ante la condena de la marginación.
La covacha de Crespo no es suya, no tiene papeles de propiedad, ni libreta de abastecimiento. Le han permitido quedarse en el lugar que usurpó porque nadie lo ha reclamado y porque arreglarlo por completo significaría una inversión millonaria. Cuando cae una llovizna se refugia en el espacio ínfimo cubierto por las pocas cornisas salvadas de la podredumbre. Su vida peligra debajo de un techo carcomido y rodeado de tapias ladeadas. Crespo no posee nada de valor, más que una cama, un ventilador manufacturado y un pequeño equipo de música que funciona por bluetooth y que suele llevar a todos lados.
“Han sido regalos”, advierte. “Me gusta andar por ahí con este baflecito y poner música en los lugares donde me sentaba a coger fresco. Ahora no, ahora no se puede salir. Yo tenía otro equipo, pero me lo robaron en el malecón y, gracias a mi amigo Robinson, tengo este ahora. Ahorita él mismo vino a traerme veinte pesos para que comiera hoy. Con eso me compro algún pan croqueta de los que venden allá abajo en el comedor de la funeraria”.
Por las tardes, Crespo se sienta en una silla descompuesta en la puerta de la casa, que no tiene ventanas, ni agua corriente. El baño es una pequeña habitación contigua donde hace sus necesidades dentro de un cubo y luego las desecha hacia algún vertedero. Los pocos espacios sanos de las paredes le sirven para anotar números de teléfono y dibujar graffitis a modo decorativo, como los mismos muros de El Mejunje. Desde que le pidieron quedarse en casa, ha vivido de la compasión ajena. A veces, alguien se acuerda de que existe y le lleva comida, otras, muchas, se acuesta con el estómago vacío. Crespo le teme más al hambre que al coronavirus.
“Estoy cansado de ir al gobierno para que me den los papeles para reparar el techo. Llevo un mes metido aquí sin moverme, mojándome cuando llueve. Nadie sabe darme una respuesta. Me tienen engañado como a un niño. Pasan los días y sigo sin comer nada caliente. De vez en cuando, viene la mujer de asistencia social a que le firme un papel. ¡Que no venga más aquí!”.
Crespo alega que no se merece el trato que le han dado, que fue de los primeros en acompañar las caravanas organizadas por Ramón Silverio dirigidas hacia las zonas afectadas por los ciclones, que repartió ropa y comida en esos lugares. Crespo, “el animal”, no se considera un indigente, aunque lo han confundido quienes no lo conocen en Santa Clara. En El Mejunje se dedicaba a limpiar el piso, a organizar mesas, a cargar agua, a guiar a turistas por alguna propina. “Pasaba el mes apretado, pero lo pasaba”, afirma.
“Yo no quiero seguir mojándome. Me preocupa cuando empiecen los aguaceros de mayo. Me tendré que ir a dormir al portal de la hamburguesera. Tampoco puedo ponerme a arreglar esto sin papeles, para que después vengan y se lo den al hijo de papi. Pero, eso sí, de aquí no me va a sacar nadie. Esto es mío. La puerta de la casa me la encontré botada en la esquina y unos amigos me ayudaron a ponerla, porque la otra estaba en candela”.
“Aquí no hay cocina ni hay ná. El agua la cargo desde el telepunto de ETECSA. Estoy pasando hambre, mucha hambre. Siempre hay quien viene a traerme algo. No les voy a dar el gusto, yo no me voy a morir. Yo soy el animal de El Mejunje, ni el Sida ha podido conmigo. Cuando se cumplan los treinta días sin comer, voy a buscar a alguien que me lo suba para Facebook”.
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