LA HABANA, Cuba. – Del 16 de agosto al 12 de septiembre, la Fototeca de Cuba acogió una exposición peculiar. “Documentos extraviados: niños de Chernóbil en Cuba” es el título de la muestra que rescata la cobertura periodística ofrecida al programa de cooperación para los sobrevivientes del desastre ocurrido en la planta nuclear ucraniana, en abril de 1986.
La sorpresiva exhibición de un material que durante décadas permaneció en el olvido, ha alimentado la curiosidad sobre la catástrofe, prolijamente visibilizada gracias a la miniserie “Chernobyl”, transmitida el pasado mes de junio por HBO. La trama de cinco capítulos tuvo el mérito de generar una controversia de altos decibeles entre Estados Unidos y antiguos miembros del aparato soviético.
En el dime y direte que ocupó el ciberespacio durante un par de semanas, la ayuda cubana ni siquiera fue mencionada; detalle que, sin dudas, hirió a nuestro sensible gobierno de continuidad. La periodista Maribel Acosta y la artista peruana Sonia Cunliffe se encargaron de reparar la falta, haciendo un trabajo recopilatorio de imágenes captadas por fotorreporteros que cubrieron diversos momentos del acontecer relacionado a los niños de Chernóbil.
“Documentos extraviados…” ha servido para desempolvar interrogantes nunca respondidas; especialmente en Cuba, donde el tema del accidente nuclear se redujo a la decisión de Fidel Castro de habilitar un Programa de Asistencia Médica Integral para contribuir a la recuperación de las víctimas. El sesgo humano del proyecto -iniciado en 1990 y concluido en 2011- es incontestable; como también el hecho de que ningún país colaboró tanto como lo hizo Cuba, aun hallándose a las puertas de la peor crisis económica de su historia.
Mediante fotos y video documentaciones, la exposición humaniza el relato de los niños hospedados en Tarará, más de 25 mil, con enfermedades de distinta gravedad, ocasionadas en su mayoría por las radiaciones. La narrativa es dominada por el lado idealista de los hechos: el desmesurado altruismo de Fidel Castro, la gratitud de pacientes y familiares, la alta competencia del personal médico; y el gozo de haber dejado atrás la deprimente grisura del antiguo Campo Socialista para renacer al otro lado del mundo, en un baño de sol y mar.
El compendio de imágenes recoge la mirada oficialista del fenómeno, sin adentrarse en los orígenes del desastre y sus repercusiones. No faltaron conmovedores alegatos de algunos sobrevivientes, ni el saldo absolutamente positivo que de tan amarga experiencia sacaron médicos, enfermeras, psicólogos e intérpretes. Esta visión casi idílica contrasta con la pragmática que propone el filme “Un traductor”, producción independiente dirigida por los hermanos Sebastián y Rodrigo Barriuso, que representará a Cuba en la próxima edición de los premios Oscar.
Amén de los aciertos que desde el punto de vista cinematográfico pudiera tener la cinta basada en hechos reales, su valor testimonial es extraordinario. Ambos realizadores son hijos de un profesor de literatura rusa, quien, sin previo aviso, por “órdenes de arriba”, fue arrancado de sus tareas como docente e investigador para fungir como traductor al servicio de los primeros pacientes de Chernóbil, llegados a Cuba en 1989.
La historia personal se adentra en el momento de transición de la bonanza económica y social apuntalada sobre los subsidios soviéticos, al Período Especial. En medio del desmoronamiento de todo, el protagonista sufre la conmoción de la debacle financiera sumada al drama de aquellos niños, muchos de los cuales no sobrevivieron.
El filme ilustra el conflicto de una manera tan humana y dura, que la exposición “Documentos extraviados…” parece un intento por matizar ciertas cuestiones abordadas tangencialmente, pero que no escaparon al espectador avisado. Por otra parte, informaciones complementarias sugieren que no todos los pacientes inscritos en el programa fueron víctimas directas o indirectas del accidente nuclear. En medio del fervor solidario, se hizo una recogida masiva de potenciales afectados por la radioactividad, y a Cuba arribaron lo mismo pacientes con enfermedades hematológicas y tumores malignos, que personas con problemas estomatológicos corrientes.
Una cantidad ingente de recursos materiales, entre ellos un hospital nuevo, construido en la antigua “Ciudad de los Pioneros José Martí” (Tarará), fue puesta a disposición de los damnificados. En pleno Período Especial, cuando no quedó un solo hogar al abrigo de la escasez, los pacientes de Chernóbil gozaron de una alimentación balanceada (además de helados, yogurt, gelatina), y a las quinceañeras les celebraban fiestas colectivas. No había combustible para el transporte público, pero los pequeños eran trasladados en ómnibus hacia y desde enclaves culturales de La Habana; actividad recreativa e instructiva que influía benéficamente en su recuperación.
Los pioneros cubanos, en cambio, nunca más vieron los sabrosos masarreales ni el refresco de piña en horario de merienda. Tomaban la leche aguada y se empujaban un repugnante almuerzo de arroz salpicado de gorgojos, frijoles como balines de bicicleta, y aquel fish steak que no tenía mal sabor; pero de vez en cuando traía una cucarachita dentro.
La asistencia brindada a las víctimas de Chernóbil fue tan incongruente con la crisis que atravesó Cuba en esa época, que solo puede explicarse, más allá de la propaganda política sobre el asunto de la gratuidad y la vocación humanitaria, como un acto de locura; o un intento desesperado por acicalar la imagen de la revolución que se caía a pedazos. Cualquiera de las dos opciones, vale precisar, fue en detrimento de la población cubana.
En ese sentido, “Documentos extraviados…” no fue un proyecto baladí; aunque la muestra, en tanto hecho estético, no tuvo nada de especial. Su objetivo fue alabar la “generosidad” de Fidel Castro, quien dispuso a su antojo de los recursos del pueblo; y dar a entender de forma sutil que por muy espectacular que haya sido la serie de HBO, no se puede hablar de Chernóbil sin referirse también a Cuba.
Hay, no obstante, una frase puntual que se ajusta a cada plan delirante acometido por el régimen. Particularmente sobre la historia de la entrañable Ciudad Tarará, la documentación en vídeo explica que habiendo sido un balneario de la alta sociedad durante el período republicano, fue transformada por el gobierno revolucionario en recinto para el disfrute de los pioneros cubanos, que jamás regresaron allí tras la llegada de los niños de Chernóbil.
Siguiendo la historia hasta el presente, aparecen imágenes del deplorable estado de Tarará y la intención de convertirla nuevamente en balneario para turistas. “Todo lo que tuvo que pasar para que todo siga igual”, es la frase ecuménica y un tanto irónica, que encierra el costo real de aquella solidaridad suicida que pasó a la historia como “un acto de buena voluntad de parte de un líder de gran corazón”.
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