LA HABANA, Cuba. – Hoy recordé a José Soler Puig, a ese novelista santiaguero que escribió Bertillón 166, una obra que provocara ―¿perpetrara?― una película. Ciudad en rojo es el nombre del filme. Y si menciono película y novela es porque hoy tocó a la puerta de mi casa un amigo que quiso hacerme saber del desastre ocurrido en una carnicería del barrio. “Vístete y vamos”, así dijo, sin dar otros detalles.
Y le hice caso. Luego, ya en la calle, me explicaría el porqué de su urgente reclamo. Juntos llegamos a una pequeña “carnicería” ―qué ironía que así la llamemos todavía―. Llegamos a esa carnicería pequeñita que se levanta sobre la calle Churruca, entre Daoiz y Santa Teresa, en el Cerro habanero, y fue “lo que vide”, que así diría Colón, lo que me puso la carne de gallina. Lo que miré con estos ojos que se tragarán la tierra me dejó pasmado y triste, adolorido: sobre el piso de la “carnicería” yacían, ya muy sucios, y hasta muertos, un sinfín de huevos. Yemas y claras en el suelo.
Yemas sobre el churroso piso de la carnicería, y también claras ya oscurísimas por la juntamenta con el churre y la desidia que también se hacía notar en el piso de la “carnicería”. Huevos rotos, huevos destrozados, cubriendo el suelo de la carnicería. Miles de posturas de gallina, que así también les llamamos los cubanos, desparramadas en el suelo de esa “carnicería” que solo vende carne de pollo una vez cada… Sobre el suelo un mar de yemas escoltadas por cascarones rotos, destrozados. Yemas, claras, cascarones, y todo sobre el suelo de la “carnicería”, en el subsuelo, que es ya el lugar que ocupa el suelo de la Isla de Cuba.
Y esa visión casi me hace llorar, más bien gritar, y blasfemar, y maldecir, y hasta podría el lector, para ayudarme, usar los sinónimos que quiera, los más suaves, los más duros y procaces, los más cínicos, y hasta los impublicables por impúdicos. Huevos sobre el suelo de la carnicería, y la gente hambrienta, famélica. La gente mirando los huevos ya rotos en el suelo, y quizá recordando el sabor del huevo frito, la fragilidad del huevo frito que se desparramada sobre el arroz blanco ¿desgranado? El huevo frito acompañado de arroz y de un aguacate que le costara 200 pesos.
Huevos rotos en el piso de la carnicería, y yo mirando el entorno, las caras de los consumidores de esa “carnicería”, y quizá por eso recordé algunas imágenes de la revista Bohemia, esas que los comunistas, los regentes de la Bohemia luego “revolucionaria”, se empeñaron en llamar “De la Cuba de ayer”. Yo mirando los huevos rotos, y pensando, con muchísima fruición, en las bondades del huevo y en las múltiples ausencias del huevo. Huevos rotos en el suelo; yemas, claras…, y las madres mirando aterradas el suelo embebido y sucio, otra vez el desastre.
Y miré también a una mujer, inclinada y llorando y dispuesta casi a recoger todo ese estropicio de huevos e inmundicia. La mujer se puso de rodillas para hacer la recogida de los tantísimos huevos estropeados, de huevos destrozados en el suelo. Yo la vi dispuesta a llevarse toda esa inmundicia de churre y huevo… y eso duele.
La mujer llorando y yo imaginé la foto de la mujer recogiendo la enorme inmundicia del piso. Ella llorando y yo pensando en una foto que fijara su cara, el dolor de su cara. Yo miré un mar de yemas en juntamenta con las claras amarillas del huevo de granja, con las cáscaras de huevo, con toda la inmundicia del suelo. Yo miré la miseria y el dolor y pensé en una foto.
Yo vi la cara del hambre. Estuve a punto de fijar esas imágenes de la pobreza, y si no lo hice fue por pudor, y porque una de esas madres me pidió, entre sollozos, que guardara el teléfono. Y yo también lloré, pero aun así me atreví luego a hacer algunas fotos del desastre, a ese estropicio que resultó ser un mundo de huevos rotos y regados en el suelo; pero no me atreví a fijar el dolor, la rabia, de aquella madre.
Apunté al suelo una y otra vez; a los cascarones y a las claras, a las yemas, a los huevos destrozados tras la caída… Y no se conocen aún las causas del desastre. No se sabe cómo cayeron tantos huevos al piso, pero van apareciendo especulaciones y sus lugares comunes. Ya se dice que pudo ser una autoagresión del carnicero para esconder un estropicio aún mayor que provocara él mismo.
Ya se menciona a una “contrarrevolución” que siempre paga el Norte, y que es una de las más viejas y socorridas estrategias de un gobierno huevero al que no acabamos de quemarle el hocico, como hacen en los campos cubanos a los perros que destruyen los nidos de huevos de gallina.
Se especula, se dicen muchas cosas, se habla, se dice que llegaron “incompletos y maltrechos”, y también que el carnicero, después de vender un mundo de ellos para llevarse el dinero a casa, simuló un robo. Se dice que el gobierno municipal, para ganar tiempo y fidelidades, le echó la culpa al Imperio del Norte que dictó el desastre a sus súbditos de La Habana; se dicen tantas cosas…
Se dice, como siempre han dicho Los Van Van, que el carnicero es un cancha, que es un bárbaro, y hasta que pretendió con ello esconder sus robos, sus ventas de huevo en el mercado informal. Quizá el carnicero es un cancha y dispuso de los huevos, y temeroso luego decidió una avalancha que viajara hasta el suelo, como pasó antes, como pasó en aquellos años 80 en el que el “carnicero mayor”, “el carnicero en jefe” de tan triste recordación, indicara la tiradera de huevos tras los sucesos de la Embajada del Perú y el éxodo del Mariel.
Y escribiendo estas líneas no he podido evitar los recuerdos, he pensado en todas las bondades del huevo, en sus empleos y cocciones. He pensado en el huevo hervido, en el huevo frito, en la tortilla, en el flan…, y sin remedio vuelvo a pensar otra vez en el en el Mariel, en el nada dulce o apetitoso Mariel. Pensé en los huevos rotos en la cara de las víctimas, en los que llegaban al Mariel para largarse. Recordé los huevos sobre la cara y las espaldas de los “traidores” del Mariel, y sobre todo en las fachadas de las casas de quienes decidieron marcharse.
El huevo, al menos en Cuba, merecería un monumento, una canción, una estampita. ¡El huevo merece muchas cosas! El huevo debería estar en todas partes porque en casi todas partes está, y porque cuando se pierde hace crecer las añoranzas. El huevo es como el amor, es la sal de la vida. El huevo merece un monumento en la historia cubana.
Y quién tiró el huevo, quién llegó primero. ¿La gallina? ¿El huevo? Y el huevo es vida porque es también una añoranza, y duele que caiga en cataratas al suelo churroso de una triste “carnicería” de barrio habanero, cubano. El huevo es la sal de la vida, sobre todo para el hambriento, y cuando se desparrama en el sucio suelo es sacrilegio. El huevo podría ser, también, ostia en Cuba, por salvador, pero ya ni eso nos queda. El huevo es también una utopía.
Y, pensándolo mejor, quizá reúnan a los vecinos para aplacar la rabia por ese mar de huevos rotos, y quizá nos hagan saber que fue un enemigo del pueblo el culpable, que fue un “contrarrevolucionario” pagado por el Imperio del Norte, que podría ser cualquier padre de familia que será encerrado. Los huevos rotos los pagará esta vez el “enemigo”, que podría ser un triste padre de familia, cualquier trabajador, pero también el jefe que distribuye los huevos y se los queda… o un desafecto, quizá yo mismo, para que quede claro que resulta mejor jugar con el mono, y nunca con la cadena, y mucho menos con el huevo de tantas y tantas utilidades.
Hoy podrían ser unos cuantos los presos por el “abominable crimen”, pero no vamos a enterarnos, y mucho menos comeremos huevos fritos, huevos duros, y tampoco una tortilla… Y nos seguiremos preguntando quién llegó primero: ¿La gallina o el huevo? Esa fue alguna vez la gran pregunta, ahora es otra, ahora es el deseo de reconocer la fecha, la hora exacta, del final de quienes tienen la culpa de que el huevo escasee más que el caviar, y de que sus precios sean similares.
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