SONORA, México.- Hace un año propuse la teoría de que Nicolás Maduro no quería parecerse a su predecesor político, el fallecido comandante Hugo Chávez, sino al indiscutible ídolo de sus años mozos en Cuba, el entonces galán seductor de masas, Fidel Castro. Pues bien, el proceso de acercamiento al modelo de líder omnipotente en suelo propio y gallito de pelea en contra del imperio norteamericano en foros internacionales, ha continuado en ascenso, aunque también se ha mantenido en espiral descendente el deterioro de una imagen sin matices propios, copiada con iletrada torpeza al ícono sagrado del izquierdismo latinoamericano moderno.
El arribo del actual presidente venezolano a Nueva York, para estrenarse como orador en la Asamblea General de las Naciones Unidas, fue un nuevo intento de ofrecer continuidad a un estilo dramático que inauguró Fidel Castro en los albores de su revolución, hace ya más de medio siglo, el 26 de septiembre de 1960. Para entonces, las ilusiones de los sectores de izquierda norteamericanos estaban en su apogeo, y la visita al Bronx se volvió un acontecimiento internacional. El joven caudillo encantaba a grandes y chicos con su misterio rebelde, su ausencia de etiqueta, su postura redentora a favor de los humildes, su verbo agudo y su espléndida sonrisa de estrella cinematográfica. Sus reclamos parecían tener sentido entonces, y sus promesas, viables.
La demagogia castrista era aún demasiado reciente como para someterla a dudas: “(…) Este es el quid de la cosa, incluso, el quid de la paz y de la guerra, el quid de la carrera armamentista o del desarme. Las guerras, desde el principio de la humanidad, han surgido, fundamentalmente, por una razón: el deseo de unos de despojar a otros de sus riquezas. ¡Desaparezca la filosofía del despojo, y habrá desaparecido la filosofía de la guerra! (…)”, y hasta sus conocidas bromas iconoclastas, bordeaban lo irrespetuoso sin volverse escatológicas: “(…) es desalentador, y nadie piense, sin embargo, que estas opiniones sobre las declaraciones de Kennedy indiquen que nosotros sentimos ninguna simpatía por el otro, el señor Nixon (RISAS), que ha hecho unas declaraciones similares. Para nosotros, los dos carecen de seso político (…)”, pero de cualquier modo ya quedaba planteada una tendencia diplomática que en apariencia trazaba una línea entre revolucionarios y conservadores. Los revolucionarios llegaban integrándose a los sectores oprimidos del imperio, abrazando a los niños y comportándose como humildes y divertidos representantes de la feliz masa popular que los esperaba en su nación.
Con la aparición de Hugo Chávez en la ONU, en 2006, ya en el ocaso de la credibilidad internacional hacia su proyecto sociopolítico, se repitieron muchos de estos esquemas publicitarios. El encuentro con sectores de izquierda, el roce piel a piel con los seguidores, especialmente niños –que tanta inocencia imprimen siempre a las fotos de prensa de cualquier dictador– aderezado con demostraciones de populismo barato, como ponerse a tocar las congas en un espectáculo ofrecido en honor al paladín de los necesitados, todo ello se adornó con aquella enseñanza castrista de que más vale tener en un bolsillo a las capas sociales que el imperio oprime en su propio patio. Ya no eran los años sesenta, pero Hugo Chávez sabía que el embrujo, hasta cierto punto, todavía funcionaba.
No obstante su discurso ante la Asamblea General, acorde con su particular estilo, se volvía más agresivo y de mal gusto: “(…) Ayer vino el Diablo aquí, ayer estuvo el Diablo aquí, en este mismo lugar. Huele a azufre todavía esta mesa donde me ha tocado hablar. Ayer señoras, señores, desde esta misma tribuna el Señor Presidente de los Estados Unidos, a quien yo llamo “El Diablo”, vino aquí hablando como dueño del mundo. Un psiquiatra no estaría de más para analizar el discurso de ayer del Presidente de los Estados Unidos (…)”
El imitador en los tiempos del ridículo
Nicolás Maduro por su parte, en 2014 y ante un salón de la ONU prácticamente vacío, luego de repetir la fórmula de acceso a los sectores de izquierda en el que sí se conglomeraban sus seguidores, en una misma sede alternativa, para crear la ilusión de que mucha gente en Nueva York lo sigue y lo respeta, tuvo a bien hilvanar algunas ideas tímidas acerca de su antimperialismo, adicionando algunos argumentos sobre el luminoso futuro que Venezuela tendrá gracias a la radicalización de su socialismo.
El apoyo firme e incondicional a su metrópoli espiritual, Cuba, tampoco podía faltar. Para nadie es secreto que aquellos mismos sectores agrupados en el Bronx reciben el estímulo ideológico y monetario del castrismo y de sus topos en la Gran Manzana y alrededores. Reclamar una vez más el retiro del embargo estadounidense a la isla era versículo indispensable. Claro que la redacción del discurso, si bien pretendía emular la serenidad y el afectado respeto de Fidel Castro hacia su auditorio, volvió a destacarse por la incoherencia ya característica de este mandatario sin estudios previos ni formación autodidacta sólida: “En vez de estar bombardeando, debemos hacer una alianza de paz contra el terrorismo”, estableciendo una inconexa estrategia para la lucha contra ISIS –sin olvidar que aquel territorio hoy atacado por el imperio es área de sus aliados árabes históricos– que equivaldría, en posibilidades de éxito, a promover un congreso de fabricantes de condones para acabar con el VIH.
Maduro, no obstante, sigue exponiendo la imagen de Hugo Chávez como un paradigma cuasi religioso. Retoma algunos de sus sellos histriónicos –como tocar la conga, bailar o dejarse apapachar por un pequeño mar de prosélitos– pero a la hora del discurso opta por imitar a su verdadero dios, al Fidel Castro redentor de 1960. Reclama por la independencia de Puerto Rico, a espaldas de la mayoritaria voluntad de los puertorriqueños pero siguiendo con la cantilena de que la islita pertenece a “nosotros”, no a “ustedes”, reclama al imperialismo por su hegemonía, y también empalagando a los pocos oyentes con fantasías acerca de lo bien que está Venezuela, que según él, “ha logrado prácticamente todos los objetivos del milenio”, reduciendo los indicadores de desempleo. Con este último punto parecería intentar una sana emulación con aquel Castro de 34 años, cuando exaltaba en su discurso encendido los logros invaluables de la Reforma Agraria y la ya inminente campaña para erradicar el analfabetismo. Maduro, no obstante, miente o disfraza cifras y expectativas, al tiempo en que acusa al presidente Obama de “vivir en una burbuja”. Cuando menos, no lo llamó “diablo” ni mencionó el olor a azufre que había quedado en la tribuna tras la intervención del presidente de los Estados Unidos.
Si bien los líderes posteriores a Fidel Castro se han mantenido recreando escenarios en los que Estados Unidos aparece como el principal fanático de sus desvaríos, con el apoyo de pequeños sectores de la izquierda y la teología de la liberación que en las fotos siempre parecen multitudinarios, no menos cierto es que la efectividad de aquellas influencias libertadoras ha ido decayendo conforme los adalides de la revolución se vuelven más y más ineptos. Ya no es tan sencillo engañar a la opinión internacional con promesas bonitas, con horizontes de plena justicia social que, a fuerza de decepciones, se han ido desvistiendo con lo que realmente son: promesas de campaña (o pos-campaña) que jamás serán cumplidas. Tampoco el pretexto de culpar a las potencias, a los monopolios, al capitalismo o a la mala suerte ha conservado, entre 1960 y 2014, el mismo poder de convencimiento.
La mediocridad sigue, más que nunca, latente en un gobernante como Nicolás Maduro, unida a su poca fortuna de no contar con una época romántica que fluya a su favor, y también, para desgracia de los fieles creyentes del modelo progre, en contra de un proyecto ya de por sí tan poco sostenible como el chavismo y el neo socialismo del siglo XXI.
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Lea una carta, publicada en el diario Granma, que envío el retirado dictador Castro como felicitación a Nicolás Maduro por su intervención en la ONU