LA HABANA, Cuba, abril (173.203.82.38) – Pasar revista a una larga vida es algo complicado. Mucho más si nuestra existencia no ha transcurrido en una tranquila aldea de pescadores, o de recolectores de mamoncillos, donde casi nunca ocurre nada.
Le zumba la berenjena pasar revista a mis 72 años agitados, dramáticos, accidentados; los últimos 23 como opositora contra una dictadura totalitaria. Sobre todo porque al llegar al final del camino, asomada a una de las últimas ventanas de este mundo, descubro que no fui una mujer de coraje, como creía; que hace veinte años, cuando más falta me hizo, no tuve coraje para enfrentar meses de tortura psicológica en una cárcel de Fidel Castro, aceptar con tranquilidad la amenaza de fusilamiento, con mis hijos del otro lado del muro, o una condena de largos años, mientras mis niñas se hubieran hecho mujeres en las calles.
Ha pasado el tiempo. Ni como revolucionaria tuve coraje. Raúl Castro lo dijo claramente en la inauguración del VI Congreso del Partido Comunista de Cuba: “Si continuamos cometiendo los mismos errores que hemos cometido durante 50 años, la revolución se vendrá abajo”.
Entonces, no por coraje, sino por error, caminé 45 kilómetros con unas botas que me apretaban, perdí horas de mi vida de pie entre la muchedumbre para escuchar el mismo discurso repetido hasta el cansancio, hice guardias nocturnas en lucha contra el sueño, recogí café en las montañas, escribí a favor de Fidel Castro. Treinta años de errores no es cosa de juego. Para colmo de males, es muy posible que tampoco haya tenido suficiente coraje en mis largos años como periodista independiente.
¿Alguien comprenderá mis errores?
Ni siquiera voy de la mano con mis viejas colegas cubanas, ni junto a esas mujeres de Camerún, Bielorrusia, Cuba, Afganistán, China, Hungría, Jordania, Kirguistán, México, Pakistán, que sí tienen coraje, recientemente galardonadas como mujeres valientes por el Gobierno de Estados Unidos.
Caramba, ¿no creen que es como para darse un balazo frente al espejo?