LA HABANA, Cuba, mayo (173.203.82.38) – Con 49 años, Omaida Díaz Padilla, vecina de Avenida Porvenir 476 apto 37, La Palma, municipio Arroyo Naranjo, en esta ciudad, siente que no vale la pena sobrevivir en las condiciones en que se encuentra, tras casi un lustro con cáncer de piel, una pierna amputada y abandonada por el segundo esposo y por los compañeros del Ministerio de Agricultura y el sindicato del ramo, donde laboró la mitad de su vida como oficinista, hasta desvincularse por razones de salud, sin pensión por retiro ni peritaje médico.
Omaida languidece en su pequeño apartamento. El deterioro de su piel acrecienta su malestar físico y espiritual; oscila entre la depresión y el aburrimiento, del cuarto al baño, a veces a la sala, o de esta al hospital. Ya no lee, no escucha música, no se entretiene con las telenovelas ni con los programas humorísticos. Sólo su nieto, de 9 años, o la hija de 32, cambian su rutina hogareña, interrumpida en ocasiones por vecinos que le traen un plato de sopa y le hablan de vitaminas reconfortantes.
La miseria incrementa las penurias de Omaida, pues su hija Juliet López, empleada de la farmacia de La Palma, gana 250 pesos al mes, equivalente a 10 dólares, lo que apenas alcanza para una semana, sin contar la necesidad de adquirir culeros desechables, objetos de aseo personal, las vitaminas imprescindibles y el transporte ocasional para chequeos médicos que considera innecesarios.
Como ya no tiene tratamiento ni puede desplazarse con andadores, Omaida a veces se cae al levantarse de la cama o la silla, lo cual acentúa su dependencia y tristeza. Piensa entonces en gestionar algún asilo para no molestar tanto a los suyos, pero su hija la convence de que en casa está mejor, pues “la carencia de recursos convierte a esos lugares en almacenes de desechos humanos”.
Al agravarse las dolencias de su madre, Juliet solicitó ayuda a la Dirección de Trabajo y Seguridad Social de Arroyo Naranjo, donde le abrieron un expediente avalado por el médico, pero todo es tan burocrático que olvidaron el asunto.
Omaida cree que la vida es un regalo de Dios, pero se siente olvidada por el Señor; también por los parientes y amigos que se desentienden de su desgracia. Casi nadie la visita, sólo Jesús, el padre de Juliet, acompañado de su esposa Doris. Acuden siempre, a sus llamados de urgencia, para trasladarla al médico en el auto.
Ante la certeza de la muerte, la penuria material de sus últimos años y el olvido de los amigos, Omaida se pregunta: “¿Qué hice para merecer este final? ¿Para qué seguir viviendo si no puedo caminar, atender a mi nieto, ni ayudar a mi hija?”.
Así piensa esta mujer resignada a lo peor. ¿Qué sucede con la solidaridad humana ante historias que rebasan la ficción?