Si nos atenemos al elemento geográfico, todas las naciones de Europa y América pertenecen al denominado mundo occidental. Otra característica que distingue a estos países es que, en general, sus habitantes profesan la religión cristiana, ya sea como católicos o en las iglesias protestantes. Mas, en el plano de las ciencias sociales, ser occidental ha significado casi siempre una identificación con los principios de la democracia liberal. Es esta última consideración la que ha dado lugar, a partir de 1959, a cierta polémica acerca de la pertenencia o no de Cuba a Occidente.
A mediados del año 1960, cuando ya el peligro comunista se insinuaba sobre nuestra isla, uno de los argumentos de quienes se oponían a esa ideología era, precisamente, la inserción de Cuba en Occidente. El Diario de la Marina, en una de sus últimas apariciones antes de ser barrido por los nuevos gobernantes, publicó el 10 de mayo de ese año: “Cuba pertenece a la cultura occidental, y tenemos la seguridad de que su pueblo no desea renunciar a ella”. Era una alerta, además, debido al acercamiento de la isla a potencias no occidentales como Rusia y China; un acercamiento que de seguro influyó también en la separación de Cuba de la OEA algunos años después.
Los apologistas del gobierno cubano, por el contrario, daban la impresión de disfrutar con la hipotética exclusión de Cuba del contexto de naciones occidentales. A pesar de reconocer los vínculos culturales que nos ataban a esos pueblos, los académicos castristas afirmaban que no debíamos permanecer en un mundo signado por la explotación que padecían los países pobres por parte de los poderosos. En ese contexto, hacia 1976, Roberto Fernández Retamar declaraba lo siguiente: “El pueblo cubano renunció gozosamente al mundo occidental, pero no para integrarse a un supuesto mundo oriental, sino para arribar a la sociedad post occidental, que anunciaron Marx y Engels y comenzó a realizar la Revolución de Octubre”.
Los países latinoamericanos no escapan a este debate. La existencia de naciones con mayoría de población indígena, muchos de cuyos pobladores no hablan español, así como el historial ajeno a los principios de la democracia representativa de algunos países de la región, ha llevado a varios analistas a cuestionar la pertenencia de América Latina a Occidente. En Venezuela, por ejemplo, ciertos intelectuales chavistas creen hallar un país partido en dos mitades: una población blanca y opulenta, que sería occidental; y el resto de las personas, mestizas y pobres, que no serían occidentales. Me parece acertada, sin embargo, la definición que ha dado el historiador mexicano Enrique Krauze: “América Latina no es una zona desahuciada para la modernidad por sus querellas tribales y sus maldiciones bíblicas; un desierto o una selva donde se entronizan el hambre, la peste o la guerra. No es una vasta civilización fanática, opresora de su población femenina, rumiando por siglos o milenios sus odios teológicos. Es un polo excéntrico de Occidente, pero es Occidente”.
Y volviendo al caso cubano, pienso que el saldo del devenir histórico de nuestro pueblo ofrece más argumentos que cientos de palabras. Tres países: España, Estados Unidos y la Unión Soviética desempeñaron roles muy significativos en determinados momentos de nuestra existencia. Los dos primeros pertenecientes a Occidente, mientras que la Unión Soviética, debido a su raíz eslava y la predominante religión cristiana ortodoxa, era calificada como no occidental. De la presencia española lo conservamos casi todo; de la de Estados Unidos, no obstante el distanciamiento de los últimos cincuenta años, nos queda la atracción por su música, el cine y muchísimas facetas más del modo de vida americano. De la estancia soviética, a pesar del esfuerzo del castrismo por sovietizar la sociedad en el período 1972-1986, hoy apenas quedan rastros. No hay dudas, somos occidentales.