LA HABANA, Cuba. – Son casos que se multiplican por días, sin que las autoridades hagan algo por detenerlo.
La China duerme habitualmente en uno de los bancos del Parque de la Fraternidad, en el capitalino municipio de Centro Habana. El día que la encontré eran más de las nueve de la mañana, pero ella continuaba acostada en su banco a pesar de que los rayos solares ya castigaban ese sitio.
Cuando se percató de que varias personas merodeaban por los alrededores de su banco, se levantó y lo primero que hizo fue pedir un cigarro. Una ocasión que aproveché para indagar acerca de su existencia. Y supe que la China— le dicen así no obstante el color oscuro de su piel— vivía en compañía de su hija y nieta, pero se le tornó imposible la vida después de que la hija trajera a la casa a una nueva pareja, que cuando se emborrachaba la emprendía a golpes contra todos los que convivían con él.
Entonces la China decidió abandonar el hogar y deambular de un lado para el otro, aunque prefiere las zonas del Parque Central o el de la Fraternidad, ya que según sus propias palabras “en esos lugares uno puede inventar mucho más”. Comoquiera que ella nunca trabajó, no posee una pensión para pasar su vejez. Y a la pregunta de ¿qué come?, respondió lacónicamente: “Lo que aparezca”.
Aun sin reponerme del impacto que me causó la China, me topé en los portales de la calle Reina, muy cerca de la tienda Ultra, a un hombre sentado en el piso, con la cabeza entre las piernas, y la gorra extendida en forma de alcancía. Además, un pequeño cartel anunciador de su desgracia. “Soy un hombre enfermo, tengo un soplo en el corazón, y necesito algún dinero para comer”, era más o menos lo que se podía leer en el texto.
Aunque no todos los transeúntes dejaban dinero en la gorra, la mayoría se detenía ante el cartel, y así se enteraban del drama de esta persona. A la postre, cuando decidían continuar su camino, todos coincidían en lo terrible de la situación de ese hombre.
La jornada aún me depararía otra sorpresa, esta vez en la entrada de mi edificio. Un hombre de mediana edad, con las ropas raídas y evidentes signos de embriaguez, permanecía acostado en un pasillo contiguo a una de las escaleras del inmueble, obstaculizando el paso de los vecinos. Inútiles resultaron los intentos de convencer al hombre para que se fuera. Solo atinaba a decir que él no se iba ni aunque viniera la policía, ya que no tenía a dónde ir.
Y precisamente eso hizo uno de los vecinos: llamó a la policía. Pero la respuesta que recibió fue desesperanzadora: la policía no está para recoger a los menesterosos de la calle. Había que esperar a que el hombre se marchara por su propia voluntad. Y, felizmente, al cabo de varias horas, el indigente decidió alejarse del edificio.
Para colmo, cuando esa noche acudí a botar la basura, noté que uno de los grandes recipientes destinados a la recepción de los desechos sólidos se hallaba volteado, y la basura regada en el suelo. Era la consecuencia de la labor de los “buzos”. Es decir, esas personas que se dedican, con perjuicio para su salud y la de los demás, a buscar algún objeto “útil” en tan pestilente lugar.
Al parecer, ese día estuve en presencia de la cara oculta de la actualización del modelo económico cubano.