LA HABANA, Cuba, octubre, 173.203.82.38 -Apenas quedan 3 meses para que el año del centenario de Virgilio Piñera (1912-1979) termine. Su centenario ha sido un buen pretexto para testificar públicamente sus grandezas, pero quedarán muchas cosas por decir. El año del centenario de su natalicio, ha sido eje de tardías reediciones de libros, encuentros, conferencias y coloquios internacionales, algunos organizados por su amigo y albacea literario Antón Arrufat.
Piñera fue un hombre que alentó revoluciones desde la estética literaria. Para el todo un pueblo podía morir de luz, como podía morir de peste. Las conmemoraciones obligan a sanos ejercicios de revisitación del pasado y la memoria. La literatura fue para él un buen pretexto para asomarse a los lados oscuros de la vida. Bordeó los abismos de la intolerancia y los desgarramientos y siempre intentó iluminar el lado más secreto de sus angustias.
Al igual que su amigo Arrufat, se sintió “duquesa sin trono”, en los principales ambientes de la vida literaria y social habanera de los 60, cuando nadie escuchaba. Su manera de ser era vista en los pastos de la revolución como una conducta impropia que amenazaba la formación del hombre nuevo. La intolerancia y la homofobia son piedras incómodas que soportó hasta el final de su vida. La política de los “parámetros” intentó asfixiar la naturaleza de su espiritualidad creativa.
Fue un hombre triste que se pasaba la vida alegre, pero las penas en él supieron nadar. Durante muchísimo tiempo permaneció anclado en la acera de la sombra. Al igual que muchos, se convirtió en un clavo ardiente en el cráneo de los censores. Parafraseando a Arturo Arango, él escogió la literatura y la marginalidad pues ambas implicaron un espacio de libertad, ningún homenaje, ninguna celebración, debe buscar “normalizar” a Piñera. Eligió como soporte de vida la literatura y la marginalidad, sin traicionarse a sí mismo. No enmascaró sus emociones, abiertamente tembló de espanto, y a pesar de los caminos empedrados intentó ser un hombre feliz.
Creo que a Virgilio no le hubiera gustado formar parte de la membrecía de una comunidad como la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) en la cual muchos hoy se ajustan la corbata del silencio, piden en voz alta borrón y cuenta nueva y despliegan nuevas banderas sin dolor. Aun en la Cuba contemporánea, treinta y tres años después de la muerte de Virgilio, reinan la intolerancia y la censura; la “parametración” continúa latente y de vez en cuando amenaza con emerger, pues se retrasan las necesarias respuestas a los conflictos de hoy.
No he escuchado a nadie desde la esfera pública de la intelectualidad hablar de la famosa noche de las tres P (putas, pederastas y proxenetas) en la que Virgilio fuera una de las víctimas, ofendido y humillado por los celosos guardianes de la moral en el paraíso socialista.
Su centenario ha permitido que, tímidamente, se descongele una parte de su memoria, pero hubiera sido un buen pretexto para revisitar las tensiones de aquellas polémicas de los años 60, en las cuales chocaron generaciones e ideologías. Aun muchos desconocemos la áspera correspondencia cruzada entre Jorge Mañach y Virgilio, a principios de los 40, así como los duelos intelectuales entre él y el sargento Retamar, en los 60. Su particular e intensa amistad con el escritor argentino Jorge Luis Borges es motivo de silencio.
Fue un hombre muy marcado por el espectáculo de la tormenta revolucionaria, sintió miedo de que el valor de las palabras fuera reprimido. Era visto como una planta parásita y fue humillado por homosexual y pagano, por una sociedad en la cual continúan vigentes los prejuicios.
Seguramente Virgilio, si estuviera vivo, andaría merodeando por los laberintos de la Habana Rosa de hoy, tendría reservada una luneta en la Isla del Golfo, se perdería en la maleza de la Potajera y recorrería todo el kilometro 0, a la caza de un joven centauro.
Su muerte sobrevino como un golpe bajo, pero su obra continua siendo imprescindible si se quiere hablar de literatura cubana.