LA HABANA, Cuba. — La pasada semana, durante la visita de Andrés Manuel López Obrador a Cuba, llamó la atención una ocurrencia de Miguel Díaz-Canel. A este señor —convertido en Presidente de Cuba por el respaldo de 605 de sus conciudadanos— se le ocurrió romper el protocolo para enmendarle la plana al locutor oficial y aclarar que en Cuba (al igual que en México) no existen primeras damas.
Lo primero que convendría aclarar es que el corregido no es el inefable Froilán Arencibia. Podrán ser muy amargas las reflexiones que este señor esté haciendo ahora mismo sobre que “así paga el Diablo a quien bien le sirve”. Pero él no rebasa la categoría de cotorrón de turno que se limita a leer lo que le pongan delante. El verdadero objeto del regaño fue el burócrata anónimo al cual, en el Departamento Ideológico del Comité Central, se le ocurrió incluir en el texto protocolar esa frase ahora maldita.
En cualquier caso, el incidente me ha servido de acicate para hacer determinadas consideraciones sobre algunas de las señoras que, en los tiempos más recientes, han ostentado en Cuba el título de primera dama. O que hubieran podido aspirar a él si no existieran las conocidas incompatibilidades entre los prejuicios y concepciones del “socialismo real” y las tradiciones heredadas de la “Vieja Sociedad”.
De los más recientes presidentes de la Cuba prerrevolucionaria recuerdo haber oído las alusiones a la señora Paulina Alsina, viuda de Grau. Esta, debido a la soltería del presidente democrático de este mismo apellido, desempeñó las aludidas funciones en su condición de excuñada del mismo (aunque las malas lenguas insinuaban que uno y otra mantenían una relación mucho más íntima).
Se trata de la misma dama cuyo nombre sirvió a los irreverentes habaneros para rebautizar la flamante Fuente Luminosa de Vía Blanca y Avenida de Boyeros como “Bidet de Paulina”… Después correspondió el turno a Mary Tarrero, esposa del doctor Carlos Prío, último Jefe de Estado democrático de nuestro país. A esta señora, que desempeñó sus funciones cuando yo, como niño, ya tenía uso de razón, la recuerdo por su cara bonita.
La esposa del general Batista cuando él encabezó el golpe de estado del 10 de marzo de 1952 era Martha Fernández Miranda. A esta, aparte de por las numerosas obras benéficas en las que participaba, la recuerdo por sus constantes embarazos. La voz popular afirmaba que esto se debía a que padecía de una enfermedad que hacía crecer sus extremidades de manera constante, salvo cuando se encontraba en estado.
Tras el primero de enero de 1959, le correspondió el turno a Teresa Llaguno, esposa del doctor Manuel Urrutia, presidente impuesto por el fundador de la dinastía castrista. Su permanencia en el cargo fue tan efímera como la de su marido. Después, tras asumir la primera magistratura —que, para esas fechas, en realidad era ya la segunda— Osvaldo Dorticós Torrado (apellidado “Cucharita”, pues “ni pinchaba ni cortaba”), se convirtió en primera dama su esposa María Caridad Molina, señora notable por su robustez.
La permanencia en la Jefatura del Estado del cienfueguero Dorticós se prolongó hasta 1976, cuando entró en vigor la “Constitución socialista” del año precedente. Pero ya con la entronización de la “Nueva Sociedad”, doña María Caridad fue perdiendo de modo paulatino las funciones tradicionalmente vinculadas a su condición de esposa del presidente de turno.
Ya se sabe que, con la implantación de la referida carta magna, dejó de existir el cargo de Presidente de la República, el cual fue sustituido por el de Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros. El puesto, desde su creación, quedó destinado al fundador de la dinastía, que —como se sabe— continuó desempeñándolo hasta que la enfermedad lo incapacitó.
Pero esto último sucedió muchos lustros después. En 1976, cuando asumió el nuevo cargo, Castro hubiera podido aspirar a que el puesto de primera dama fuese ocupado por alguna fémina de su familia. Pero ya para esas fechas se había impuesto el virtual anonimato de quien se desempeñaba como pareja del mandamás del momento.
Fue sólo muchos años más tarde (cuando ya había avanzado el proceso de su inevitable deterioro fisiológico) que el público en general conoció de la existencia de la señora Dalia Soto del Valle. Se trataba de quien no sólo fue mujer del dictador durante decenios, sino también madre de la casi totalidad de sus hijos.
Para esas fechas, ya el fundador de la dinastía castrista había imitado al fugaz Führer alemán Adolf Hitler. Tras el suicidio de este, se supo que el dictador nazi había mantenido una relación estable y singular con Eva Braun, pero, mientras estuvo al frente de Alemania, hasta la mera existencia de esa señora constituía un bien guardado secreto de Estado.
Parece ser que, en la mística del nacionalsocialismo, el solo hecho de tener una “debilidad humana” (que es lo que vendría a ser la posesión de una esposa) constituía algo inconcebible para el “gran caudillo de la nación”. Todo indica que Fidel Castro, admirador del Führer (y en tan gran medida que “tomó prestada” su conocida frase “La historia me absolverá”) tenía idénticas ideas al respecto.
En cualquier caso, es un hecho cierto que la esposa de aquel mandamás permaneció oculta. Lo mismo sucedió con la de su hermano menor. No me refiero, claro, a la señora Vilma Espín, cuya existencia y actividades eran bien conocidas. Pero, tras el deceso de esta, la relación establecida entre el General de Ejército y una acreditada locutora de la televisión llegó a ser del dominio público sólo debido a una indiscreción del entonces presidente ecuatoriano, Rafael Correa.
En ese aspecto, Miguel Díaz-Canel, que no es un marido vergonzante, hubiera podido cambiar las prácticas al uso; pero ya vimos que optó por hacer lo contrario. Prefirió imitar a su impresentable homólogo venezolano Nicolás Maduro Moros, cuyas peregrinas ocurrencias son tan bien conocidas que hasta existe un diario digital cuyo nombre alude a ellas: maduradas.com.
El dictador chavista ideó para su esposa, Cilia Flores, el título de “Primera Combatiente”. Sólo que, ante ese mote ridículo, uno no atina a saber en qué clase de combates adquirió ese título doña Cilia y por qué sería ella la mejor de todas.
Pero lo anterior son meras especulaciones. Por lo pronto, ya conocemos de una nueva faceta de la “continuidad” “diazcanelista”. Aunque el actual Presidente no es un marido vergonzante, su esposa, Lis Cuesta, será en lo adelante la No-Primera Dama del país.
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