LA HABANA, Cuba.- La terminal es un domo gigante atiborrado de olores: a fritas, a rositas de maíz, a orine, a cabos de cigarro. Para los cubanos, la terminal y los hospitales simbolizan la misma especie de suplicio inevitable. Viajar hacia cualquier parte de la isla, en lugar de representar un hecho de ocio o recreo, adquiere cierta connotación incómoda desde el mismo instante en que se planea la travesía.
A las dos de la tarde, la Estación Central de La Habana, ubicada en el municipio Plaza de la Revolución, se asemeja a un microwave gigante. En el suelo hay desperdigadas varias latas vacías de refresco, envoltorios de galletas, cucuruchos de maní que se quedan impregnados en charcos secos y pegajosos. Frente a la escalera que lleva a algunas de las oficinas de ómnibus nacionales hay apoyadas, en el piso, cerca de treinta personas de caras largas y desconsoladas. “Hoy la lista de espera está mala”, se le escucha decir a una mujer que carga un pesado maletín cubierto de nylon con una etiqueta de la aerolínea Copa.
En un cuartucho situado en el mismo centro de la terminal se anuncia la “última hora para Matanzas y Villa Clara”. Dentro de la “pecera” apenas alcanzan los asientos para las más de doscientas personas que esperan en el lugar. Hacía una semana, Javier Hernández Chinea había arribado a la capital con sus dos hijos y su esposa, para llevarlos por primera vez al acuario, al coppelia, para que conocieran el malecón, gracias al hospedaje brindado por una tía lejana. Javier vive en uno de los asentamientos campestres entre Jagüey y Villa clara, y hace cuatro horas que aspira regresar a su casa, pero “la lista de espera no camina”, dice. “En este tiempo me he gastado más de 300 pesos comprándoles cosas de comer a los muchachos porque no hay nada barato. Posiblemente tengamos que amanecer aquí, como la película. ¿Tú no te acuerdas de esa película?”.
En las afueras de la terminal central de La Habana los taxistas piden 20 CUC por persona hasta Villa Clara y 30 hasta Varadero. Después de las ocho de la noche la tarifa puede incrementarse. Hace cuatro horas que no ha entrado un solo ómnibus al parqueo de la estación con capacidad para tantos viajeros. En los últimos meses, el trasporte particular desde la capital hacia el interior del país se ha encarecido drásticamente por la escasez de combustible. Para viajar a última hora, los usuarios deben anotarse en varias listas y atravesar un trámite burocrático y lento, en dependencia de la cantidad de personas que opten por el mismo destino.
La trabajadora que anuncia la disponibilidad de la lista de espera vocifera a las 4:00 p.m. que ha llegado un ómnibus con destino a Matanzas, y que se ofertarán solo diez capacidades. Frente a la taquilla se acumulan más de cincuenta personas con la esperanza de que exista algún fallo de que alguien se haya cansado de esperar. Un señor protesta porque se le pasó el número de la lista por haber entrado al baño, la dependienta le espeta que ese no es problema suyo, que tiene que apuntarse de nuevo, que “no se puede estar en la bobería”.
Dentro del salón hay un cartel que prohíbe la ingestión de alimentos y bebidas alcohólicas. La gente, no obstante, trasgrede la norma para no perder sus asientos o el propio equipaje que llevan consigo. Las mujeres se abanican con pedazos de cartón y la piel parece curada con vaselina. En la terminal de La Habana no hay pomos de agua fría disponibles en los establecimientos estatales. En la cafetería, la tablilla anuncia solamente pan con chorizo y refresco caliente.
Son las cinco y media de la tarde, 33 grados de temperatura, ni un solo ventilador en el salón de espera. El baño, dentro del local cubierto de cristales, desprende un aroma nauseabundo. La cuidadora advierte que “esto no es para lavarse las manos, que está tupido”. La voz ríspida de la obrera que “canta los turnos” hace saltar como resortes a los viajeros. Uno de ellos se ha acercado a sobornarla con un billete de cinco CUC, pero ella le indica con el ceño que hay miradas puestas en el negocio, que “en verano la cosa se pone difícil”.
“Yo voy para un funeral, no de campismo”, apunta Lourdes Martínez, que hace el 206 en la lista. “Lo que pasa es que no es familiar mío, pero es como si lo fuera. Si hubiera sido cercano a lo mejor hubiera resuelto pasaje antes. Esto no hay quien lo aguante, la taquillera es tremenda mal educada, a lo mejor si le suelto algo me pone de primera. Creo que no voy a llegar a tiempo”, se lamenta, mientras se seca las largas gotas de sudor que le corren por el rostro. En un asiento roto y afirmado al piso una mujer alimenta a su hijo de dos años con un biberón de leche fría. “Ni loca vengo yo con un niño a una lista de espera”, se le escucha decir a otra que se queja de no poder cargar su celular en ninguna parte para conectarse a internet.
En el salón de la estación central no existen normas de educación, ni formalidad, ni pudor. El desespero de los cubanos ha arrasado con cualquier vestigio de reciprocidad humana en casos extremos de supervivencia. La terminal es un domo gigante atiborrado de malos humores, de gente abatida y esperanzada como jugadores de bingo a la espera de un número que les garantice la lotería.
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