LA HABANA, Cuba, septiembre (173.203.82.38) – No entiendo por qué muchos consideran cómica la película Habanastation, de Ian Padrón. A mí me pareció muy triste la historia demasiado conocida de los muchachos de nuestros barrios que se hacen hombres (¿nuevos?) a golpes, antes de tiempo, y carentes de casi todo, especialmente de valores éticos.
Ian Padrón, en medio de algunos toques irónicos, introduce una moraleja a favor de la amistad y la solidaridad, aun en las más desfavorables situaciones.
La película está ambientada en La Timba, aunque se rodó en Zamora, como explican los créditos. No importa, tan marginal es un barrio como el otro. Igual pudo servir de locación cualquier otra de las villas miserias que rodean La Habana. Pero la miseria que se ve en Habanastation es una miseria light, para nada comparable a la de otros países del Tercer Mundo. No en balde llevamos más de medio siglo de socialismo.
Así, en la casa de bajo costo, pero de mampostería, del niño pobre y su abuela – la madre está muerta y el padre está preso- hay un refrigerador y un televisor chinos.
El niño no tendrá un Play Station para jugar, pero asiste, junto a los demás niños, incluso los “que tienen de todo”, a una escuela que sus padres, aunque no tengan para comprar regalos a los profesores, no tienen que pagar.
También tienen cuidados de salud gratuitos. Regular o malos, pero los tienen. Y falta que les hacen, porque además de todas las ventajas de que gozan, tienen también a tutiplén en sus barrios, marginales o no, mosquitos, piojos, pulgas, oxiuros, santanillas, moscas, cucarachas. Y cómo no, alcohol, pastillas y yerba de parque.
También hay responsables de vigilancia del CDR, jefes de sector, brigada especializada de la policía, cárceles para menores y ley de peligrosidad social pre-delictiva para cuando estén más creciditos.
El filme Habanastation vuelve a echar mano de la condición “pobres pero honrados” de las películas mexicanas y argentinas de hace más de 60 años. Es otra fábula con moraleja de la pobreza irradiante en el reino del socialismo cubano, donde es harto sabido que algunos son más iguales que otros. Y máxime ahora, que se decidieron a actualizarlo y perfeccionarlo para que todo siga igual. O peor.
Quién niega que la vida es bella y la felicidad, ese algo tan inasible, puede hallarse incluso en un llega y pon habanero, de esos que la prensa oficial prefiere llamar con toda razón “barrios insalubres”, porque marginales son casi todos los demás.
Hay que ver cuánto se divierten nuestros chicos al revolver las montañas de basura para buscar latas vacías que vender, cuando chapaletean en los charcos de aguas albañales, pelean entre ellos armados con lo que tengan a mano, practican otros idiomas -sin acabar de aprender bien el suyo- para mendigar chavitos a los turistas o prostituirse. Cómo ejercitan su imaginación cuando se caen a mentiras entre ellos para presumir de todo lo que les falta y que a veces sólo han visto en las películas. O de lejos, tras las rejas de los jardines de las casas de Miramar y Nuevo Vedado.
A propósito, qué casualidad que el niño privilegiado de la película sea el hijo de un músico que viaja a menudo al exterior y no uno de los hijos de papá, que esos tienen mucho más que un play station y presumen de sus privilegios a toda hora y en cualquier lugar, excepto a la hora de repetir las consignas, que eso sí, son las mismas para todos.
¿Nos quiere convencer Ian Padrón de que hay miseria y diferencias sociales en Cuba, pero no tanta como en otros países pobres? Estamos de acuerdo, pero de poco sirve el consuelo.
Lo que muestra Habanastation no es para reírse. Todo lo contrario. A fuerza de tanto burlarnos de nuestros problemas, corremos el riesgo de llegar a parecernos a las reidoras hienas de aquel viejo chiste.