LA HABANA, Cuba.- Una de las distinciones más visibles de la dictadura cubana es su apego a la venganza, la represalia contra quienes disienten en pensamiento y acciones de lo que los represores llaman “revolución”. Ellos jamás olvidan, nunca perdonan, aunque en ocasiones, y a su conveniencia, sean capaces de guardar un poco de silencio mientras preparan el desquite, pero la mayor verdad es que desean resolverlo en el menor tiempo posible. Únicamente de esa forma calman su soberbia.
Fidel Castro se apegó a la venganza desde que era estudiante universitario, y más tarde no fue nada difícil constatar cómo recurrió a la manipulación popular para salirse cada vez con la suya, y castigar a quienes no acataban sus designios. Tras su llegada al poder, después que fuera nombrado primer ministro y que en ese momento le pareciera insuficiente, fusiló a algunos de sus enemigos políticos. Luego vendría su venganza contra Urrutia y un poco más tarde contra Osvaldo Dorticós. A ambos los humilló hasta doblegarlos; tanto, que un disparo en la sien resultó alivio ante la constante presión del Comandante.
Muy bien sabían las víctimas que solo habían sido usados como pantalla, títeres que Fidel manejaba a su antojo. Cuando Urrutia intentó enfrentar al jefe, con el derecho que le daba la presidencia de la nación, Fidel fingió una renuncia, lo que sin dudas era también una venganza, y anunció que abandonaba el cargo de primer ministro, pero antes acusó a Urrutia de traidor a los intereses del pueblo, es decir, a los del primer ministro. La reacción fue la esperada y él pudo “salirse con la suya”.
De la misma manera manipuló a los cubanos que aceptaban ciegamente ese teatro que prometió una vida próspera y que, por supuesto, nunca les dio. Tan ocupado estuvo en sus enfermizos megaplanes, que no tuvo tiempo de cumplir con sus palabras; y sus correligionarios se convirtieron, para siempre, en simples piezas que manejó a su antojo mientras intentaba conseguir sus propósitos, para ayudar —¿o dominar? — a países pobres a los que prometió ayuda en casi todos los órdenes y continentes.
Famosos fueron sus desquites, sobre todo esos que respondieron a su incapacidad para soportar a quienes fueran capaces de contradecirlo. Con esos fue implacable. Pienso ahora mismo en la injusta sanción, de veinte años, que decidió para el comandante Huber Matos, luego de que no consiguiera fusilarlo. Recuerdo también la misteriosa desaparición del comandante Camilo Cienfuegos, y hasta en la muerte de Ernesto Guevara, quien, sin dudas, ya se le presentaba como una competencia demasiado popular e incómoda.
Tras alcanzar la presidencia hizo su purga ideológica; necesitaba de esa limpieza porque incluso algunos comunistas ya comenzaban a molestarle, sobre todo aquellos que, aunque lo estuvieron acompañando, tenían una visión algo diferente a la suya. Fue en ese momento cuando la emprendió contra Aníbal Escalante y contra Juan Marinello. A ellos los acusaría de “sectarios”. Sectarios eran quienes no servían a sus dislates. Y quedaron solo los que estuvieron dispuestos a doblegarse, como Blas Roca o Carlos Rafael Rodríguez.
En su más de medio siglo de poder omnímodo, las ejecuciones se convirtieron en su plato favorito. En ellas incluyó a altos oficiales que le acompañaban antes y que le eran fieles. El caso más sonado sería el de un Héroe de la República y general de división. Fidel decidió fusilar a Arnaldo Ochoa porque necesitó hacer creer a Cuba, y al mundo todo, que no estaba al tanto del contrabando de drogas que se gestaba desde la Isla para introducirla luego en territorio norteamericano.
¿Y quién no recuerda a aquellos jóvenes que intentaron robarse una lancha para llegar a Miami? Por esos días corría el rumor de que si sobrevenía una estampida en las salidas ilegales, por vía marítima, hacia Miami, los Estados Unidos responderían con una invasión. ¿Y qué se le ocurrió a Fidel? Mandó a fusilar a aquellos dos jóvenes cuyo único pecado fue querer abandonar un país que los asfixiaba. Ellos creyeron que del otro lado estarían mucho mejor y eso molestó a Fidel.
Hoy cumplen sanciones en las cárceles cubanas muchos de los que intentaron bajarse del tren “arrollador” de la revolución. Ninguno de ellos tiene derecho a recibir los beneficios establecidos para la población penal. Entre esos está el excapitán de la Inteligencia cubana Ernesto Borges, quien lleva dieciocho años en penitenciaría cumpliendo una sanción de treinta años de privación de libertad, y a quien, desde hace tres años, debieron ofrecerle la posibilidad de una “prisión condicional”. A pesar de que la ley penal asegure tal beneficio, este preso continúa en la cárcel y antes de salir en libertad tendrá que penar, tendrá que pagar por las diferencias ideológicas con los jefes de esa “revolución”.
A este preso quizá le queda una sola posibilidad para que reduzcan la condena que antes le impusieron, y ese evento sería la posibilidad de un canje, que cambiaran su libertad por la de una oficial al servicio de la inteligencia cubana que guarda prisión en los Estados Unidos. Ana Belén Montes está presa en Estados Unidos, país donde fue sancionada a cumplir veinticinco años en la cárcel, y cinco de libertad vigilada, tras declararse culpable de espionaje al servicio de Cuba. Mientras esa oportunidad no llegue, la luz de libertad está vedada para ese preso y para muchos otros, y lo peor es que si alguien intenta alcanzarla sin contar con ellos, conocerá de los odios extremos del poder, de ese que se considera el dueño absoluto de todo este archipiélago, al que muchos ya suponen maldecido porque desde la dictadura de Batista hasta la de los Castro ya casi suma un siglo.