LA HABANA, Cuba.- Cualquier conocedor de la música cubana ya debió advertir que usé como título, cambiándolo, un verso de la canción “Vete de mí”, que en lugar de “apretar” escribí “aplaudir”; y es una lástima que la idea del trueque no saliera de mi cabeza. Hace algunos años un conocido decidió “enmendar” esa línea de la canción que escribió Bola de Nieve suponiendo que haría notar esa “afición” que exhiben los cubanos y que consiste en aplaudir hasta el desfallecimiento.
El aplauso es sin dudas uno de los más antiguos cumplidos que ofrecemos los humanos, y no son pocos los que se enorgullecen cuando se les dedica ese sonido reverencioso que se produce tras el tropiezo de una palma con su contraria. Los griegos lo usaron para venerar a los actores en la representación de una tragedia, y los romanos no se quedaron atrás, hasta se cuenta que a Nerón le gustaban tanto que era capaz de pagar por ellos.
El aplauso es casi tan antiguo como el mundo, y tan grande su arraigo que todavía sobrevive. ¿Quién no recuerda aquel truco que fue, que es aun, la claque? Importantes fueron, y lo son todavía, esos incógnitos personajes que se situaban en los lugares más estratégicos para dar el primer aplauso, ese que contagiaba al resto de los espectadores, y que hacía crecer la fuerza de las palmadas, la reverencia y el delirio.
Y el enorme discurso político que apareció en Cuba desde enero de 1959 también precisó de los aplausos. Bien que reconocieron los recién estrenados gobernantes la importancia que cobrarían tales lisonjas. Ya desde la prisión, y tras el fallido asalto al Moncada, advertía Fidel Castro sobre el valor que tendrían el discurso y los aplausos. Fue entonces cuando dejó muy claro el hecho de que la propaganda no podía ser abandonada ni un minuto porque esa era el alma de la lucha. Y la propaganda, como bien sabemos, tiene que venir acompañada de aplausos, y es que sin aplausos no hay aprobaciones, no hay reverencias.
Y así fue que comenzaron los aplausos breves, los aplausos prolongados, las múltiples ovaciones, las muchas exclamaciones que se acompañaron de un Sí o de un No para responder al discursante que inquiría y esperaba aprobación. Solo habría que leer los tantísimos discursos cubanos de los últimos años, y sus acotaciones, para comprobarlo. Ahí está ese primer y largo discurso del 8 de enero que pronunció Fidel Castro en Columbia, en La Habana; quien enfrente su lectura descubrirá enseguida las detalladas lisonjas, solo que no se hace referencia a esa claque que apoyaba, que de seguro propiciaba que se iniciaran las ponderaciones.
Cualquiera que revise ese texto comprobará que fueron ciento diecinueve las interrupciones de aprobación que el discurso tuvo, e imaginará entonces todo cuanto debió subir el rojo en la piel de las palmas, cuanto debieron arder tras el último de los aplausos. Quizá fue ese el día en el que comenzó en Cuba la gran historia de aplausos que, como intentó hacer notar aquel conocido, consiguiera que nuestras manos ya estén desechas de tanto aplaudir.
¿Cuánto se aplaudió hasta hoy en Cuba? ¿Cuántas leyes y cuántas decisiones fueron aprobadas, únicamente, con aplausos? Con aplausos perdimos mucho de lo que teníamos, con aprobaciones en las que implicamos las manos dimos “voluntariamente” lo poco que teníamos, con exclamaciones aprobatorias, con cumplidos, regalamos el poco arroz que nos tocaba a aquellos que estábamos “más necesitados”. Con loas nos quitamos también algo de azúcar, que jamás volvió. Con reverencias mandamos a los médicos a cualquier geografía; con dolor, pero también con aplausos, despedimos a nuestros familiares cuando fueron a hacer guerras al África, a Centroamérica, a cualquier parte. Con aplausos se despidió a los hijos alfabetizadores en esa cruzada tan vanidosa y de exageradas dimensiones a la que todavía hoy se reverencia y aplaude. Con palmadas celebramos a Ubre Blanca…
En Cuba se aplaudieron los discursos homofóbicos, y las UMAP, se veneró la depuración de las universidades con aplausos, y se despreció, se denigró, añadiendo un poco de chillidos, a los que se escapaban cruzando el mar. Con aplausos echamos de los claustros a los católicos, y de igual forma se maltrató a quien no quisiera postrarse ante ninguna imagen que no fuera la de Cristo. Chillando y aplaudiendo dijimos que seriamos como el Che. Y fueron tan exageradas las apologías, que algunos llegaron a creer que nada era mejor que el comunismo.
Los cubanos aplaudimos como locos tras la primera señal. ¿Quién no recuerda a Granada y a Tortoló? ¿Quién no recuerda los aplausos tras la “proeza”, para enterarnos luego que todo cuánto hizo Tortoló fue “poner pie en polvorosa”? Los cubanos hemos aplaudido por años cualquier discurso, cualquier decisión, aunque en nada nos beneficie. En Cuba se aplaudió y se aplaude todavía. Los cubanos, a veces tan irracionales, podemos aplaudir como lo hacen los niños, como los monos, por simple imitación, respondiendo al llamado de la claque, o quizá por miedo, porque aplaudir también puede ser la salvación. Aplaudir es un gesto impersonal, es colectivo. Aplaudir es quizá el menos individual, el menos original, de los actos humanos, y mucho más en esta Isla, donde aplaudimos, incluso, lo que no nos gusta y nos deja las manos tan desechas.