MIAMI, Estados Unidos. – Mucho antes de que fuéramos deslumbrados con la película La vida de los otros (2006), que es el horror comunista contado para los incrédulos o para quienes lo pusieron en duda cómodamente desde las poltronas de Occidente, el temerario cine checo, en pleno socialismo, había dado a conocer La oreja, del director Karel Kachyňa, en 1970.
La película fue engavetada y solo salió a la luz pública en 1989. El Festival de Cine de Cannes nominó al director para su prestigiosa Palma de Oro un año después.
El padre de Kachyňa era un funcionario del régimen checo y la madre una maestra. Su obra primera, luego de graduarse en Praga, se encuentra afiliada al llamado realismo socialista.
Antes de la invasión de las tropas del Pacto de Varsovia sufrida por Checoslovaquia en 1968, por intentar construir el socialismo “con rostro humano”, Kachyňa realizó cuatro películas de corte político censuradas por el régimen de turno.
El filme La oreja, producido en 1970, ayuda a entender la habilidad de la intromisión policíaca en la vida privada de sus conciudadanos, acometida impunemente por los regímenes comunistas mediante sistemas de escucha secretos, el llamado “asesinato de carácter” o la represión abierta.
En Cuba era común pensar que, si tres personas se reunían para proponer reformas al sistema, una de ellas pertenecía a la Seguridad del Estado.
Mientras Kachyňa exploraba cinematográficamente los desmanes del comunismo entre altos jerarcas de su país mancillado, en Cuba la situación con el fraude de la zafra azucarera del año 70 no resultaba muy halagüeña para los creadores que intentaran comentar la realidad en las antípodas del régimen.
En 1970 el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) ya había despejado a no pocos de sus directores problemáticos y su escuálida producción se ajustaba a un documental de Santiago Álvarez, El sueño del Pongo, de tema indigenista; Escenas de los muelles, otro documental del prometedor Oscar Valdés, pero con el hándicap de tener un guion escrito por Víctor Casaus; y Los perseguidos, cortometraje del mítico director independiente Tomás Piard sobre estudiantes que se enfrentaban a la policía como si fuera el “mayo francés”.
Alfredo Guevara había logrado entrar en cintura la producción cinematográfica nacional al servicio de la dictadura, sobre todo luego de Memorias del subdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea; Lucía, de Humberto Solás, y La ausencia, de Alberto Roldán, a quien torturó con labores ajenas al séptimo arte y luego conminó al exilió.
La oreja ahora figura en la programación de Criterion Channel, sin duda la más importante plataforma de cine de arte en Estados Unidos.
El argumento cuenta la historia de Ludvík, alto funcionario de la nomenclatura gobernante invitado a un banquete presidido por el dictador designado. Ahí, el personaje se entera de cómo cayeron en desgracia varios dirigentes, entre los cuales figura el ministro para el cual trabajaba.
Al regresar a la casa con su esposa Anna, ebria e iracunda, y quien no le manifiesta mucho afecto, nota la presencia de autos y personajes siniestros que rondan la cuadra y hasta su propio jardín.
A la vivienda le han quitado la electricidad y la línea telefónica; así que la pareja deambula entre cuatro paredes ―como fantasmas expresionistas― con unos candelabros.
Los documentos que incriminan al personaje, dada su relación con el ministro en desgracia, son incinerados presurosamente. El miedo y la incertidumbre de imaginar ser el próximo funcionario detenido lo va menoscabando.
Inesperadamente, el funcionario y su esposa reciben la visita de miembros de la policía política, en la cual figuran algunos amigos de Ludvík que solamente parecen venir, sin ser invitados, a concluir la embriaguez iniciada en la fiesta oficial.
Finalmente, el matrimonio descubre que hay artilugios de escucha incluso en los sitios que usualmente no se colocan ―según explica Ludvík―, como es el baño.
Cuando se produce la esperada llamada donde será conminado a entregarse, Ludvík se entera que ocupará la plaza de su jefe, el ministro defenestrado.
En un golpe maestro, el director Kachyňa y su guionista habitual, Jan Procházka, revelan cómo es el modus operandi de la maquinaria infernal totalitaria. La víctima despavorida acepta la nueva responsabilidad, pero sabe que su verdadero proceder detrás de la máscara de doble moral al uso se conoce. Será el dirigente perfecto. Las últimas palabras de Anna revelan la órbita paranoica que los agobia: “Tengo miedo” (lo mismo que diría, más o menos, Virgilio Piñera en la tristemente célebre reunión de Fidel Castro con intelectuales cubanos en 1961).
Cuando el castrismo castigaba públicamente a sus cómplices e incluso los pasaba por las armas, el pueblo estaba consciente de que se producía un reordenamiento del poder de muy poco provecho para la sociedad, como lo han demostrado más de seis décadas de dictadura.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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