LA HABANA, Cuba.- Dicen que murió el miércoles, de dichosa. Yo no lo creo. La conocí bien, sobre todo por aquellos años cincuenta del siglo pasado, cuando Carilda y yo soñábamos e imaginamos un mundo mejor.
Ella soñaba con un mesías que lograra el milagro. Hasta le hizo un poema, porque todo lo veía con sus ojos de luz verde-opalina. Yo quería comprenderlo todo: los nuevos muertos de Fidel, su final de umbral sombrío.
Caminamos como niñas por Matanzas la bella y nos contamos los amores recientes: los más grandes, los que perduran. Aquellos que nos deshojaban de tal modo, que desnudas nos quedábamos fuera de los salones y de las casonas señoriales.
Amé a Carilda como era: desordenada, de cabellos rebeldes, marginada por los grandes, pero feliz y conforme, porque ella sabía que su poesía estaba bien resguardada entre candados, para la vida que siempre viene después.
Pero un día, vaya sorpresa la mía, los peces gordos de la pecera imperial te visitaron por órdenes de “arriba” en tu viejo y gastado refugio de Tirry 81. No eran reyes magos provistos de regalos, ni los amigos de siempre, los que más te amaron en tus malos tiempos.
Por último, llegó quien mandaba, el Señor dueño de todo, de los poetas y de la poesía, ese que desordenaba al país como un juguete de Birán.
Yo me estremecí de dolor y Carilda lo supo. Pero calló, inteligente y más sabia que yo, esperó su retorno a donde nunca debió faltar por derecho propio: “El hijo que desordenaba el país”, transcurridos más de veinte años, recordó que una mujer le había enviado un poema guerrillero a las montañas, el tuyo, Carilda, donde él deambulaba esperando por el Poder.
Antes había llegado otro de un poeta guajiro que jamás quiso nombrarlo y que te sirvió de inspiración. El viejo Puente de Hierro de Matanzas fue testigo de todo, aquella madrugada en que ambos se leyeron mutuamente los poemas a Fidel.
Pero el tiempo pasó iracundo e invencible, Carilda. Tú perdonaste al dictador. Yo lo combatía no con versitos que vuelan como golondrinas en verano, sino con plumas de hierro, con tinta imborrable, para que no se olvide nada, para que todo pueda saberse bajo ese sol que sirve de testigo.
Sí, ya sé que olvidaste a los fusilados, miles, tú lo supiste, que olvidaste a los que siempre se van: escoria, cucarachas, hasta tu familia, hermana. Que por último te dejaste seducir por el amo que tomó tus mejillas y tú te desordenaste tardíamente de amor. ¿Amor, amiga? ¿Es que se puede sentir amor por un hombre que lleva en sus espaldas miles de muertos, miles de hombres en prisión, o en fuga, devorados por los tiburones?
¿Qué te ocurrió, muchacha, que se te estremecieron las rodillas como una colegiala cuando el “dueño del ganado” tocó con la punta de sus largas uñas tu mejilla y te desordenaste, después de tantos años olvidada, apartada como una cucarachita Martina en tu querida casa de Tirry, donde yo llegué por primera vez con nuestro amigo Francisco Riverón Hernández, muerto de dolor, tú lo sabes, no jodas, porque le prohibieron hacer otro canto a Fidel en los años setenta, el verdadero, el que iba a decir toda la verdad del mundo por última vez?
No te preocupes, Carilda, ni siquiera porque te dejaste seducir —tú, que tenías los ojos tan llenos de luz—, alguien arrancaría tu hermosa cabeza de un pedestal, donde toda la tierra de la Patria sería para ti.