LA HABANA, Cuba.- Según la historia no contada de Cuba, cuando Fidel Castro conoció a Ernesto Guevara, quedó impresionado por el argentino a quien todos llamaban “Che”. Aquel joven que había recorrido el Cono Sur en motocicleta jamás había participado en una acción armada ni tampoco pertenecía a ningún partido político, pero hablaba de revoluciones con la misma parsimonia, pasión y gravedad de un evangelista.
Desde el principio Fidel, exiliado en México, vió en él una especie de alter ego, reconociéndolo como el fanático que inesperadamente encuentra un providencial hermano de causa. Aquella tarde mexicana de 1955, el destino asestó el golpe de gracia a la democracia cubana al juntar a dos alucinados capaces de arrasar con quien se opusiera a sus delirios mesiánicos.
Obsesionado, al igual que Fidel Castro, con declararle la guerra al imperialismo e instaurar en América del Sur la versión latina de la dictadura bolchevique, Che Guevara se enroló en la supuesta liberación de un país que no conocía y por el cual no haría absolutamente nada valioso. La historia de Cuba que autorizó el gobierno instaurado después de 1959, le reservó distinciones inmerecidas y lo convirtió en paradigma de los revolucionarios. Ni un solo historiador reconoció, en la perorata sobre “el hombre nuevo”, el puritanismo dogmático y peligroso de aquel extranjero elevado a la categoría de hijo ilustre de Cuba.
Che Guevara era todavía peor que Fidel Castro, porque no tenía ambición. Su actitud era la de un asceta; pero ansiaba la guerra purificadora, de la cual nacería una raza de apóstoles del marxismo-leninismo. Sus cualidades se ajustaban a lo que Fiodor Dostoievsky describió en su novela El idiota, cuando se refirió a “…esos hombres que se autoproclaman amantes de la humanidad; pero a la primera contradicción o afrenta, son capaces de prenderle fuego al mundo por sus cuatro costados”.
Con escalofriante precisión, un escritor ruso del siglo XIX definió a dos latinos convencidos de haber sido elegidos para imponer un nuevo orden en Suramérica. Sin embargo, solo el Che estaba dispuesto a morir en el intento. Torpe para misiones diplomáticas; demasiado activo para la burocracia, no le quedó más remedio que conformarse con zancadillas guerrilleras propias de un estratega mediocre. El Che no era bueno en nada; menos aún en el terreno militar. Tanto fue así, que la única vez que emprendió la lucha armada por su cuenta, murió.
El torcido recuento de la historia patria lo ha convertido, con su apariencia de hippie crístico y atuendo militante, en el sex symbol del comunismo. El asalto al tren blindado en Santa Clara, en 1958, que en realidad fue una rendición negociada, lo han elevado a cotas de héroe, para que generaciones de cubanos le adjudiquen un arrojo e internacionalismo que nunca se le ha reconocido lo suficiente a Máximo Gómez, el dominicano que se puso al frente de tres guerras por la libertad de Cuba; el hombre que murió con una mano llagada por estrechar la de tantos criollos que le querían, admiraban y respetaban.
El Che fue un advenedizo que tuvo mucho más de lo que ganó, gracias a su amistad con Fidel Castro y la importancia de ambos para el régimen de Moscú. Aunque no hizo nada por Cuba que le granjeara tanto mérito, cada año, a propósito de su aniversario luctuoso el 8 de octubre, abundan los relatos sobre este aventurero que parece haber vivido mil años, y se suceden las mismas imagénes: Che Guevara cortando caña, en la fábrica con los obreros, junto a Camilo y Fidel, en desfiles y manifestaciones…
Los cubanos en general, y los pioneros en particular, a quienes enseñan a ser como el Che, no saben del sujeto extremista y lleno de odio que albergaba el argentino. Si Ernesto Guevara no hubiera muerto en La Higuera, en 1967, se habrían multiplicado las posibilidades de que el totalitarismo se esparciera como un tumor maligno por toda América Latina.