LA HABANA.- Recientemente ha trascendido en varios medios la consumación de otra embestida de las autoridades cubanas contra la libertad de expresión. Esta vez los celosos guardianes de la corrección política acaban de bloquear el acceso a la revista digital El Estornudo —una propuesta periodística amena y bien escrita—, en lo que constituye otra demostración de la vocación totalitaria del gobierno de la Isla.
El Estornudo se suma así a la lista de censurados por los comisarios del Palacio de la Revolución. Una lista, por cierto, extensa, de vieja data y de variados tonos, calidades y estilos, pero con un denominador común: narradora de una realidad que no reflejan los apologetas —dizque “periodistas”— de la prensa castrista.
Por su parte, los promotores de la revista han respondido con un editorial que los honra: no solo se niegan abiertamente a plegarse a la presión del Censor, sino que declaran que semejante arbitrariedad “no va a modificar un ápice la línea editorial de nuestra revista ni va a lograr que El Estornudo dialogue con el poder político en los términos que el poder político espera”.
Este ha sido otro capítulo del triste repertorio represivo que ha estado marcando el escenario de salida del general-presidente, quien una década atrás se perfilaba como un posible reformista que abriría un camino hacia cambios relativamente favorables para Cuba y los cubanos.
Sin embargo, lejos de hacer realidad las promesas de sus discursos iniciales, los últimos tiempos de Raúl Castro al frente del Gobierno han sido una clara marcha atrás que se ha estado reflejando particularmente en dos frentes: la injustificable cruzada contra el pequeño y activo sector privado —donde se estaban verificando algunos mínimos avances en materia de economía interna— y la nueva arremetida contra los sectores disidentes o críticos al sistema político.
Ante esta realidad y tras casi 60 años de totalitarismo, cabría suponer que hasta el cubano más optimista se cuestionaría seriamente la salud de los derechos en Cuba. Muy especialmente de los derechos económicos y de libertad de expresión e información, tan sistemática y abiertamente vulnerados. Pero no es así, tal como lo demuestra la entrevista que en días pasados un joven empresario cubano, un emigrado de nombre Juan Pablo Fung, concedió a la agencia periodística EFE.
Fung, biznieto de un chino cantonés que llegó a Cuba un siglo antes y se estableció definitivamente en la Isla, emigró a China siete años atrás gracias a una beca estudiantil. Una vez concluidos sus estudios decidió quedarse en aquel país trabajando por un futuro mejor al cual, obviamente, no podría aspirar en Cuba.
Ahora Fung está a punto de hacer realidad un proyecto soñado por él y en pos del cual ha estado ahorrando y trabajando durante los tres últimos años: la producción de “camisetas inteligentes y libres” marca Dirstuff —portadoras de “mensajes infinitos e intercambiables”—, que pronto saldrán al mercado.
Lo sugestivo del caso, sin embargo, no son las camisetas en sí mismas ni el hecho de que incorporen como novedad un QR personalizado —un recurso tecnológico que ya ha sido utilizado en la Isla por activistas independientes—, sino la (muy legítima) aspiración de Fung de producir estas “camisetas libertarias” en su terruño natal en un futuro que, a juzgar por sus palabras, parecería cercano.
Fung cree, además, que esta sería “la primera empresa privada en Cuba”, porque “Cuba está cambiando” a partir de una apertura que comenzó hace unos años y que al final conducirá a “la legalización de las empresas privadas” en la Isla.
Lo que a todas luces ignora Fung es que hace varios años en la Isla existen las empresas de capital privado, no solo aquellas de capital extranjero y “mixto” legalizadas por intereses del Estado desde los años 90 del siglo pasado, sino también las gestionadas por cubanos “de adentro”. Solo que a éstas el Gobierno no las define como empresas privadas sino como “formas no estatales” de gestión económica.
En cuanto a la prometedora “apertura” que se anunciaba precisamente en la época en que Fung se marchó de Cuba, en la actualidad se encuentra en franco retroceso.
Tampoco se aclara si Fung invertiría como cubano “de adentro” o como residente o ciudadano chino, es decir, como “cubano emigrado”, que a los efectos del modelo sociopolítico y económico vigente ni es lo mismo ni es igual. En el segundo caso —esto es, como cubano emigrado— al joven se le haría imposible invertir en la Isla, al menos bajo las leyes actuales. Lamentablemente, Cuba no ha cambiado tanto como supone Fung.
Pero quizás lo más interesante del tema de las camisetas de marras es el conflicto que supondría producirlas en un contexto político tan controversial como el cubano. Fung declara que, aunque su producto “aboga por la libertad de expresión”, no desea que se politice, porque mucha gente ha estado medrando con el tema de Cuba “usando como argumento y justificación los problemas de la política”. Él no quiere que sus camisetas se conviertan en una plataforma política con esos fines para que algunos aprovechados hagan plata a su costa, lo cual también es su legítimo derecho en tanto creador y productor.
Ser un experto en camisetas es una cosa, pero en materia de política, derechos y libertades el panorama es otro. En especial si se trata de Cuba. Basta entender que si las autoridades cubanas desatan tan rabioso encono contra los espacios digitales independientes y alternativos, al punto de censurarlos y perseguir a sus animadores —pese a la insignificante conectividad a Internet que padecen los cubanos de la Isla y al limitado alcance social de estos medios al interior de Cuba—, son incalculables las suspicacias que les despertaría la producción y comercialización in situ de las camisetas portadoras de mensajes “libres” con que sueña el explícitamente apolítico Fung.
Casi podemos imaginarnos al Departamento de Orientación Política del Comité Central asumiendo las riendas de la producción en “la primera empresa privada de Cuba” —la de Fung, claro está— para inundar el mercado del turismo extranjero con las prendas, que portarían consignas como “Comandante en Jefe, ¡ordene!”, “¡Patria o muerte, venceremos!”, o esa otra perla que se ha incorporado más recientemente al repertorio propagandístico oficial: “Yo soy Fidel”. Dantesco. Incluso para un sujeto tan optimista como Fung.
Porque resulta que Juan Pablo Fung no cree que en Cuba “no haya libertad de expresión”. Para él solo se trata de un problema de definiciones de “un tema complicado”. Un punto éste en el que el joven parece coincidir con los censores al servicio del Poder, y otra confusión que habrá que perdonarle a Fung.
A fin de cuentas establecerse en China puede suponer para un cubano común un discreto avance en cuestiones de prosperidad financiera, pero no significa un cambio ventajoso en cuanto a libertades y derechos. Quizás por eso para Fung en Cuba “hay libertad de expresión”. Sí, claro Fung, y en China “tampoco”.