SANTA CLARA.- Le dicen El Grillo porque pasaba madrugadas enteras pulsando cuerdas en la academia de arte, y es que no puede dormir si se le mete una armonía en la cabeza. Tampoco logra pegar un ojo cuando termina un instrumento hasta que no tenga la certeza de que suena bien. Y lo prueba hasta el cansancio, porque no permite fallos en sus encargos.
Su casa está adornada con esqueletos de diversos instrumentos. En las esquinas se hacen notar cinceles y otras herramientas similares, junto a trozos de madera que aparecen desperdigados por el suelo, y que desprenden el peculiar aroma de las carpinterías. Pero el Grillo no es un típico carpintero, ha sido artista desde los siete años cuando fabricó su primera guitarra, de cartón y alambre. El Grillo se llama Carlos Rodríguez Martín y es, posiblemente, el lutier más antiguo que existe en el centro del país.
“Yo soy de las lomas del Escambray”, cuenta. “Aprendí a tocar canciones que oía por la radio. Las fui sacando poco a poco, poniendo los dedos en los trastes. Después, mi papá me consiguió el brazo de una guitarra rota y le fabriqué un cajón triangular hasta que tuve otra, también mala, pero mejor que las anteriores. Luego pude entrar a la Escuela Instructores de Arte allá por los años setenta”.
“Siempre me gustaba tocar, dar conciertos, pero empecé a ver guitarras de marcas españolas, japonesas, y a examinarlas, a tomarles medidas, a probar sonido, y me embullé a fabricarlas, como un experimento. De hecho, creo que aún sigo experimentando. La guitarra tiene muchas sonoridades y todavía estoy buscando el sonido perfecto. A veces me pongo frente a la computadora a verlas; un día me gusta una, otro día el sonido de otra, y quisiera lograr todo eso que escucho en un solo instrumento. Muchos buscan que se parezcan a un piano, a un chelo, a un sonido medio, pero el problema es que la guitarra es guitarra y debe escucharse como tal”.
Acabado de graduar, a principios de los años ochenta, El Grillo compró sus primeros utensilios para trabajar el oficio de la lutería, sin embargo, aún no se decidía a sacarle provecho a sus piezas. En ese entonces tenía pensado fabricarlas solo para uso personal, mas “siempre aparecía algún amigo y se antojaba de la que había terminado. Otros me las querían comprar y al final terminaba vendiéndoselas. Me fui enredando en el asunto hasta hoy, que no me he podido zafar. Esto es algo contradictorio, porque quisiera pasarme el día estudiando guitarra y, sin embargo, lo que hago es fabricarlas”.
“Me ha cogido la casa de carpintería”, arguye su mujer, que hace café en la cocina, “porque le gusta mucho”, agrega ella, condescendiente con la pasión de su esposo, mientras Carlos se empeña, en medio de la sala, en lijar un trozo de madero que luego encolará para restaurar un “ejemplar” que le trajeron hace poco.
“Tengo que hacerme una guitarra para poder dar un concierto”, espeta él.
“Pide una prestada de las tantas que has hecho. Es que nunca se puede quedar con ninguna”, protesta ella y se convierte en una conversación entre dos hasta que la señora retorna al comedor, y deja al Grillo agachado con un cincel en la mano.
Cuando la fama de El Grillo comenzó a difundirse por Cuba y el mundo, hasta Santa Clara le llegaron encargos de personalidades de la música como Maykel Elizalde, el tresero de Silvio Rodríguez, Barbarito Torres, laudista del Buena Vista Social Club, Gabriel Rosales, el guitarrista de Joan Manuel Serrat, y 15 alumnos suyos que también quisieron llevarse el sello del lutier hasta Europa.
Él es quien fabrica muchos de los instrumentos de los estudiantes de las Escuelas de Arte. Desde la capital surgen pedidos extraordinarios que él ejecuta sin chistar, porque conoce de la ausencia de un mercado estatal que supla las necesidades de los guitarristas cubanos y de la incierta calidad de las que expenden en las tiendas de Artex.
“Yo he fabricado instrumentos para el mundo entero. Los he enviado para Canadá, España, África, hasta para Sri Lanka. Por toda Europa hay guitarras mías. En estos días me encargaron una desde México”. El Grillo trabaja “con lo que aparece por ahí”. A veces compra pianos viejos, escaparates, tablas de persianas, muebles antiguos. “Todo lo que surja”, subraya. “Algunos son caros, otros más baratos, depende de lo que pueda encontrar. El precio final depende de la calidad del instrumento, y de la madera, claro. Generalmente, a los estudiantes, se las doy en 150 CUC más o menos. Normalmente hago guitarras clásicas”.
En Cuba, que se conozca, existen actualmente cuatro fábricas de instrumentos musicales localizadas en La Habana, Camagüey, Santiago de Cuba y Guantánamo, esta última con su producción paralizada hace más de un año. Las guitarras Compay Segundo y Sindo Garay se confeccionan en la capital y en Oriente, respectivamente, y sus precios oscilan entre 40 CUC, las de estudio, y 75 CUC, las de concierto.
No obstante, de acuerdo con el criterio de muchos músicos, ningún guitarrista que se respete trabaja con instrumentos de factura nacional, y prefieren encargarlos a la mano personalizada de un lutier. Además, ni los tres ni los laúdes, por ejemplo, se encuentran a la venta en establecimientos estatales de la isla e, inevitablemente, han de adquirirse en el mercado particular o “mandados a fabricar” a gusto del artista. El precio asciende de 200 a 300 CUC en dependencia del propio proceso o hasta de la calidad de la madera. El Grillo apuesta porque su obra sea lo más fina y utilitaria posible para mantener el flujo de clientela en su taller.
“Yo he hecho hasta dos o tres guitarras en cinco días, pero eso es una matazón. La carpintería me afecta las manos, no puedo decirte lo contrario, se me ponen duras y me dificulta a la hora de tocar. Esto no es una tarea fácil, lleva mucho trabajo. Con el paso del tiempo hasta lo veo más difícil porque aparecen muchos detalles que quiero explotar. Además, yo hago todo tipo de instrumentos de cuerda. Me arrebata el hecho de que no suenen como quiero cuando los termino. Ahora mismo estoy cargado de trabajo, demasiado, diría yo. Me encanta cuando termino un instrumento, tenerlo en las manos para ponerle las cuerdas. Siempre las puedo aprovechar poco tiempo porque vienen a llevárselas enseguida”.
“También preparo a los muchachos de las escuelas de arte, ¿oíste? No muchos, porque no quiero complicarme el tiempo. Ya uno de mis hijos hace más cosas que yo. Esto, al final, da más trabajo que resultado económico”.
El Grillo, quizá, se sienta olvidado o poco retribuido, pero no lo dice. Mira al suelo con humildad cuando habla de sí mismo, conversa despacio, se acomoda los espejuelos. En un momento regresa con una guitarra sin fondo y se pone a tocar una pieza casi impresionista. “Suena bien, ¿eh?”. Asiento con la mirada detenida en la celeridad con que se mueven sus dedos, ásperos y con llagas a flor de piel. Se ha olvidado de que alguien está de visita en su casa. Pudo haber sido un gran guitarrista, y, sin embargo, ha preferido confinarse en su taller, solo pienso, ni me atrevo a decirle. El Grillo parece conforme con hacer famosos a otros.