LA HABANA, Cuba.- Tal como los medios lo habían adelantado semanas atrás, el próximo viernes 16 de junio el presidente estadounidense, Donald Trump, estará en Miami, donde se espera hará declaraciones sobre la estrategia que seguirá su gobierno en torno a las relaciones entre Cuba y EE.UU., reiniciadas desde 2015 por iniciativa de su predecesor, Barack Obama.
Los rumores que han estado circulando entre todos los corrillos de opositores y disidentes cubanos a ambos lados del Estrecho apuntan que Trump, en cumplimiento de las promesas electorales que hiciera a sus votantes de la Florida, revertirá el proceso de “deshielo” o que condicionará las relaciones con el régimen de Castro al cumplimiento de exigencias tales como el respeto a los derechos humanos, la liberación de los presos políticos y el cese de la represión al interior de la Isla, entre otras.
Los cubanos más optimistas del exilio radical de ayer y de hoy, así como los llamados opositores “de línea dura” residentes en Cuba esperan que Trump apriete al clan Castro hasta la asfixia total y opere así el milagro que —excepto Obama, que nunca manifestó tal propósito— no han logrado los once presidentes que le precedieron: liquidar en breve a la dictadura más longeva del hemisferio occidental.
Sean acertados o no los pronósticos, lo cierto es que no tendremos la certeza de cuál será la estrategia política del controversial mandatario hacia Cuba hasta tanto la manifieste el próximo viernes. Y aun así habría que ver si la cumple, puesto que otra notoria cualidad de este presidente ha sido su evidente incapacidad para hacer coincidir su discurso en las tribunas con sus acciones al frente del Gobierno.
Por su parte, y en gesto de fingida indiferencia, las autoridades cubanas guardan un sepulcral silencio sobre el asunto. Quizás cifran sus esperanzas en que Trump —un sujeto que en apenas cinco meses ha conseguido granjearse la antipatía de casi todos los líderes y organizaciones del mundo civilizado— les permita reimprimir algún tinte de legitimidad al viejo discurso de plaza sitiada, al mito de David versus Goliat.
Hasta ahí todo muy coherente. Lo que a todas luces no lo resulta es una carta abierta que por estos días se ha hecho pública. La extensión del texto impide un análisis de todo su contenido, donde abundan en demasía los adjetivos y no faltan las innecesarias descalificaciones hacia otras iniciativas de la oposición vernácula, sean erradas o no, pero tratándose de la autoría de la Unión Patriótica de Cuba (UNPACU), en efecto, “la mayor organización opositora de Cuba”, vale la pena tomarla como referencia de la evidente falta de brújula que sigue lastrándonos a los cubanos en este interminable camino en pos de la democracia.
Se trata de una larga misiva dirigida “al Sr. Donald Trump, presidente de los Estados Unidos de América”, y subscrita por el Coordinador General de la UNPACU, José Daniel Ferrer, donde este último declara que “ante la falta de presión real por parte de EEUU y la UE, el régimen cubano ha incrementado la represión contra los demócratas cubanos como no se había visto en muchos años”.
Por esta razón, sumada a otro rosario de tropelías que comete el régimen cubano y que Ferrer denuncia en su carta —las cuales, cabe apuntar, son las mismas que ha estado cometiendo el castrismo a lo largo de décadas y no son atribuibles a la política de acercamiento impulsada por Barack Obama—, UNPACU considera “que es el momento de revertir al máximo unas políticas que solo benefician al régimen castrista y muy poco o nada al pueblo oprimido”.
En un vertiginoso giro de 180 grados con relación a la postura que mantuviera durante el encuentro que sostuvo Obama con una parte de la sociedad civil independiente en La Habana, en el marco de su visita de marzo de 2016, en el cual participó, Ferrer asegura que “es el momento de imponer fuertes sanciones al régimen de Raúl Castro y también al de Nicolás Maduro”, porque EEUU, “por su destacada posición en el mundo libre” —esto es, en tanto “primer defensor de los que carecen de derechos y libertades en el mundo”—, debe imponer castigo a estos tiranos, a los cuales “se les debe castigar, no premiar”.
Lo curioso del hecho no es precisamente el radical cambio de opinión, apenas 14 meses después de la histórica visita de un presidente estadounidense a Cuba tras medio siglo de confrontaciones, sino que en ese corto período de tiempo una misma persona sea capaz de defender con la misma convicción y sin el menor titubeo la tesis y la antítesis de un mismo suceso, esgrimiendo los mismos argumentos para cualquiera de los dos casos. Todo un ejercicio jesuita, de hecho, al más genuino estilo Castro.
Porque, si bien es cierto que la dictadura cubana ha aumentado la represión contra la disidencia, esto no se relaciona directamente con el restablecimiento de relaciones con EE.UU., de la misma manera que la ruptura de relaciones no supondrá el cese o la disminución de la represión.
No se trata de negar el merecimiento de sanciones por parte del clan de bandidos verde olivo, o la necesidad de condicionar los pasos que se emprendan por parte de EE.UU. si se quiere lograr que el acercamiento sea efectivo, sino de entender que en tanto se siga atribuyendo la solución del problema cubano a las acciones de la Casa Blanca, estaremos proyectando ante el mundo una posición tanto de incapacidad política como de subordinación a un poder foráneo como entidad superior que nos represente.
Por otra parte, cuando Ferrer —apelando al espíritu de EE.UU. en defensa de los derechos— solicita a Trump “revertir al máximo” las políticas de Obama, pierde de vista que esto implica atropellar los derechos de los estadounidenses, por ejemplo en cuanto a la libertad de viajes y de movimientos se refiere.
Y ya que estamos en este punto, cuando Ferrer y otros aseguran que los Castro “se han estado beneficiando de la buena voluntad del gobierno estadounidense”, ¿a qué se refieren exactamente? ¿Acaso a las esporádicas visitas de algún que otro crucero?, ¿a la cada vez más menguante cantidad de turistas estadounidenses que se alojan en las instalaciones hoteleras del gobierno?, ¿a los ingresos derivados de las aerolíneas estadounidenses, de las cuales las que aún no se han retirado de la Isla han limitado significativamente sus vuelos?
Puestos en el plano de las tan cacareadas “ganancias” del régimen, ¿dónde están el comercio con EE.UU. y los inversores de ese país? ¿En verdad alguien ha llegado a creer que los ingresos relacionados con las medidas aperturistas de Barack Obama han permitido a la cúpula verde olivo paliar la crisis estructural del sistema y afincarse más en el poder? ¿Acaso ignoran que los mayores ingresos de la gerontocracia y su claque proceden de la cuasi inagotable fuente de médicos esclavos y de la industria de la emigración —léase remesas—, y no de los supuestos beneficios del “deshielo”?
Al parecer, estamos ante un caso incurable de miopía política y de desconocimiento de los mínimos rudimentos acerca del funcionamiento de la macro-economía. Que los mandamases de la Isla arrasada se han enriquecido medrando con el erario nacional es una verdad de Perogrullo; pero suponer que los beneficios del deshielo les van a permitir paliar la ruina de Cuba y salvar la descomunal deuda externa es absolutamente pueril. Ni cien Obamas sucesivos podrían revertir el proceso de descomposición del régimen, puesto que su destrucción está en el propio ADN del sistema.
Pero resulta que la carta de UNPACU también muestra algunas inexactitudes políticas. Según expone Ferrer, “la principal responsabilidad en la lucha contra el castrismo es de nosotros los cubanos, por ser los que más lo sufrimos”. Sí y no, habrá que decir. La principal responsabilidad es, en efecto, de los cubanos. Pero no por la causa que él enuncia, sino precisamente porque somos cubanos, Cuba es nuestro país y es a nosotros todos, los cubanos de todas las orillas y no a un gobierno extranjero ni a otra entidad supuestamente superior, a quienes nos corresponde asfixiar la dictadura.
Para ello podríamos empezar por reconocer que el castrismo no es exactamente un germen patógeno, sino un producto genuino de la desidia e irresponsabilidad de nosotros, los cubanos. La vacuna curativa la tenemos nosotros mismos, solo que —por las razones que se quieran esgrimir— hasta ahora no ha habido un liderazgo capaz de guiar al “pueblo oprimido”, ni ese mismo pueblo ha sido capaz de utilizar su ingenio y energías en la defensa de sus libertades. La aquiescente mansedumbre nacional es en realidad el mayor capital con que el castrismo ha contado para consolidarse en el poder. Y como si esto no fuera suficiente, históricamente en Cuba han abundado los caudillos, en la misma medida que han escaseado los líderes. Así de sencillo.
En consecuencia, si bien la dictadura cubana dilapidó dos preciosos años de apertura y no aprovechó la coyuntura de flexibilización del embargo, negándose a una apertura al interior del país; tampoco la oposición supo capitalizar las esperanzas de los cubanos y erigirse como punta de lanza en pro de la conquista de espacios de libertad, pese al surgimiento de un escenario internacional más propicio. Obviamente, es más expedito —y en ocasiones también más lucrativo— que otros tutelen la solución del entuerto.
Ahora bien, si, ya sea por patriotismo o por conveniencia, hay quienes prefieren creer que bajo la Era Trump las cosas en Cuba marcharán mejor que bajo la Era Obama, no seré yo sino la terca realidad la que se encargue de desinflar sus expectativas. De igual modo creo oportuno recordarles que, en caso de que la oposición sea la que reciba el beneficio de alguna política extranjera, eso no significa (al menos no lo ha hecho hasta ahora) que se beneficien Cuba y los cubanos. Exactamente de la misma manera que el beneficio del régimen no se ha traducido nunca en beneficio nacional. A buen entendedor, pocas palabras.