AREQUIPA, Perú.- A principios del siglo XIX, en el año 1800, emergió una enigmática figura conocida como el Indio Bravo en Puerto Príncipe, actual provincia de Camagüey. Su identidad permaneció envuelta en el misterio, y hasta el día de hoy, su nombre verdadero nunca fue descubierto.
Este personaje, descrito como un hombre imponente y robusto, montaba a pelo un caballo negro y destacaba por su fuerza descomunal. Sin embargo, lo que más desconcierto causaba en la población no era su apariencia física, sino sus acciones singulares y perturbadoras.
Según relatos recopilados por Roberto Méndez en su libro Leyendas y Tradiciones del Camagüey, el Indio Bravo no se limitaba a ser un simple salteador de caminos o ladrón común. Su peculiaridad radicaba en la forma en que dejaba una estela de vacas a las que les arrancaba la lengua.
Méndez señala que esta práctica no era motivada por un afán malévolo, sino por el hecho de que la lengua asada era su alimento preferido. En ocasiones, recurría a secuestros con el único propósito de exigir comida a cambio.
En el oriente de la Isla los rumores sobre el Indio Bravo se propagaron rápidamente, alimentando mitos y temores. Su figura pronto se transformó en un ser temido, asociado con la idea de un caníbal que abducía niños para alimentarse de ellos o extraía sus corazones para beber su sangre.
El pánico se apoderó de la población, alterando la vida cotidiana. Las madres recogían a sus hijos temprano, las puertas se cerraban con múltiples trancas y pestillos, y las medidas de seguridad se volvieron indispensables. Las fiestas y las visitas programadas fueron suspendidas, sumiendo a Puerto Príncipe en un estado de tensión constante.
En el volumen Tradiciones Camagüeyanas de Abel Marrero, se destaca la reacción sorprendente de la población, que, a pesar de estar acostumbrada a enfrentar desafíos armados, cayó presa de la cobardía colectiva. Una ola de terror obligó a la gente a abandonar la villa y refugiarse en sus fincas, ingenios y sembrados, siempre temiendo un posible encuentro con el Indio Bravo.
La ciudad se sumía en la oscuridad a las siete de la noche, cuando los habitantes apagaban los pocos faroles del alumbrado público para resguardarse de la presencia del bandido, que recorría la ciudad en su misterioso caballo negro.
En mayo de 1804, la aterradora presencia del Indio Bravo alcanzó su punto álgido cuando Juan de Dios Betancourt Agüero, miembro del Cabildo, presentó un proyecto para la captura del temido bandido. Este proyecto se gestó en medio de acusaciones que vinculaban al Indio Bravo con el rapto de una niña, aunque afortunadamente fue rescatada ilesa. Además, se le imputaba la muerte de un esclavo perteneciente a Antonio Lastre.
El Cabildo, deseoso de poner fin al reinado del salteador, prometió una recompensa extraordinaria de 500 pesos a quien lograra su captura. La urgencia aumentó cuando el Indio Bravo secuestró al niño José María Álvarez González, hijo de un prominente vecino de la villa.
El 11 de junio de 1804, la partida para dar caza al rufián se intensificó. Serapio de Céspedes y Agustín Arias, vecinos de la finca Cabeza de Vaca, finalmente lograron capturarlo. Aunque se sugiere que fue un esclavo de Arias quien desempeñó un papel crucial en la captura, su condición le impidió recibir parte de la recompensa.
La noticia de la captura y ajusticiamiento del Indio Bravo se extendió rápidamente por Puerto Príncipe. En la noche del mismo día, el cadáver del temido bandido fue exhibido en la Plaza de Armas. Aunque la hora no era la más propicia, las campanas de las iglesias resonaron, llamando a los habitantes a presenciar el final de la amenaza. Las iglesias se llenaron de fieles agradecidos por haber sido liberados de la sombra de su maldad.
Al día siguiente, Puerto Príncipe se sumió en la celebración y la alegría. Los habitantes, llenos de gratitud y alivio, se lanzaron a las calles para conmemorar las festividades de San Juan, que habían sido suspendidas durante años.
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