La madre y el
gigante
Ramón Díaz-Marzo
LA HABANA VIEJA, marzo / www.cubanet.org - Cuando en el año 1991
comenzó en Cuba el período especial, muchas mujeres abandonaron
sus puestos de trabajo y, sin transición, de la mañana a la noche
comenzaron a ejercer ese viejo oficio conocido por prostitución. Por
supuesto, ser mujer bella no significa una aptitud que garantice el éxito
en lo que a veces sólo es un repugnante trabajo de alcoba; pero ayuda.
Sin embargo, del personaje que hoy nos ocupamos hay que aclarar que nunca
fue una mujer bella, pero sí poseedora de una interesante personalidad
protagonizada por unos ojos angustiosos.
A esta mujer la conocí impersonalmente en la década de los años
80. Trabajaba en un comercio estatal gastronómico que yo frecuentaba. La
recuerdo eficiente en su trabajo, joven, con un cuerpo bien proporcionado, pero
sin los altibajos de la coquetería. Y por aquellos tiempos no había
en ella ninguna señal que anunciara por anticipado en lo que se convertiría
tantos años después.
A partir del año 1991 empecé a tropezármela en la Calle
de los Obispos, lugar frecuentado por turistas. En aquel triste año
(1991) recién había traído al mundo a su primer hijo. Y
durante una década he sido testigo involuntario de como el pequeño
varón fue creciendo entre sus brazos.
Cuando la vi por primera vez con el niño en su regazo, pensé
que los turistas se conmoverían y le regalarían algún
dinero. Y en efecto, los turistas se conmovían con el recién
nacido en el regazo de la madre y se desprendían de ropa, dinero, y artículos
de aseo personal.
Los años del período especial comenzaron a pasar y aquel pequeño
niño, también, de un modo especial, creció.
Durante años la vi por todas partes con su hijo a cuestas. A veces
imaginé al niño como un escudo; en otras ocasiones como una
tarjeta de presentación, y definitivamente como un cartel que decía:
¡AYUDENNOS!
Luego, poco antes de que el período especial se enganchara al
presente siglo, noté que el niño había crecido como para
poder caminar y, sin embargo, aun la madre lo cargaba. Pensé entonces que
un día aquel niño crecería tanto que ya no tendría
su madre ninguna justificación para llevarlo a cuestas. Pero también
pensé que quizás, tratándose de una manera de sobrevivir en
nuestro pequeño infierno, aquella madre lograría alguna magia. Por
ejemplo, que el niño no creciera más.
Pues anoche la vi otra vez por la calle del Obispo. El niño ha
crecido. Quizás tenga la misma altura de la madre, pero ambos han logrado
un camuflaje. Las largas piernas del niño se entrelazan en la espalda de
la madre. Los turistas sólo ven la carita triste de un niño, y
como es delgadito no se percatan de su edad y continúan viendo a un recién
nacido.
Anoche vi a la madre cargando a su pequeño gigante. Mas como de
cualquiera manera la realidad al final se impone, fui testigo de cómo en
un momento ella (la madre) depositaba a su hijo en el pavimento de la acera
(como un bate de béisbol cuando se recuesta a una pared de modo vertical
para que no se caiga) y el niño, como si continuara pegado a la madre, no
se paraba en sus dos piernas, sino que continuaba recostado a la madre como si
el fuera el bate de béisbol y la madre la pared.
Conjeturo que durante muchos años, ambos, acostumbrados a este
singular binomio originado por la necesidad y el amor, un día cambien los
papeles y sea el hijo quien tenga que cargar a la madre. Pero me preocupa que
este pequeño gigante, cuyas piernas apenas se han ejercitado, esté
preparado para soportar el peso de una madre anciana.
P/S: Mientras escribía esta crónica me rondó la tentación
de ponerle nombre a estos personajes reales. A la madre la hubiera nombrado
Patria, y al hijo Revolución. Pero no me decidí, porque una cosa
es el periodismo, y otra bien diferente la ficción. De todos modos tengo
por sabido que hay algunas mujeres que llevan por nombre Patria, Libertad, y
Esperanza.
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