Ejercicio
periodístico
Ramón Díaz-Marzo
LA HABANA VIEJA, marzo / www.cubanet.org - Hace muchos años fui
propietario de un refrigerador. Era un viejo Frigidaire de los años 50
del siglo pasado. Lo compre en la época en que me enamoré de una
mujer. El viejo Frigidaire duró tanto como mi relación amorosa:
dos años. Un día, cuando me disponía a venderle el
Frigidaire a un amigo que tenía condiciones materiales para echarlo a
andar en pleno período especial, al abrirlo, encontré una naranja
momificada. Durante años la fruta había permanecido inadvertida en
el fondo del Frigidaire, específicamente en una de las gavetas donde se
guardan las verduras. Al Frigidaire se lo llevaron, pero el destino de la
naranja fue permanecer de pisapapeles durante toda la década de los años
90 encima de mi mesa de trabajo.
Muchas veces me pregunté cómo y por qué aquella naranja
no había sufrido el natural proceso de descomposición a que están
sometidos los cuerpos materiales, y lo único que me vino a la mente fue
la palabra "momia" .
En efecto, con el paso de los años aquella naranja guardaba en sí
misma un aroma agradable, pero cada vez se volvía más ligera de
peso, y la textura de su cuerpo no sólo se endurecía, sino que se
encogía hacia dentro como le sucede a la cara de los ancianos sanos que
arriban y sobrepasan la edad de los 100 años de vida.
Un día supe que el filósofo alemán Emmanuel Kant
durante toda su vida poseyó una naranja semejante encima de su mesa de
trabajo, y la noticia me llenó de orgullo.
Sin embargo, recientemente, después que he logrado publicar mi primer
libro, "Cartas a Leandro", he sufrido un salto de la conciencia. He
revisado viejos papeles de hasta 30 años de estar guardados en cajones y
escondrijos secretos por toda la casa, y he juzgado que no poseen ningún
valor literario. Entonces he tomado un saco de yute, y después de romper
en pedazos hoja por hoja, me he percatado de la momificada naranja encima de mi
mesa de trabajo. Y me he dicho que esa naranja sólo es el último símbolo
del amor que sentí por una mujer, y permitir que me siga acompañando
es enfermizo. A fin de cuentas, yo no soy Emmanuel Kant, sino un cubano llamado
Ramón. Entonces esa naranja, cuya textura áspera que en algunos
momentos disfruté tocándola delicadamente con las yemas de mis
dedos, también la he colocado dentro del saco de yute junto a los papeles
viejos.
Hace meses que ni me acordaba de la naranja, ni tampoco de mis viejos
papeles. Sólo ahora que la Universidad Internacional de la Florida (FIU)
me solicita un trabajo como ejercicio periodístico sobre una naranja, es
que recuerdo todo esto.
Sin embargo, la FIU seguramente no se conformará con el ejercicio
sobre la naranja. En el ejercicio también me solicitan que me introduzca "como
un navegante en el interior de un gajo, llegue al corazón de una celdita,
y saboree el jugo que la impregna y me bañe en su líquido dorado".
Pero no han especificado a qué fruto pertenecería el gajo citado;
trátese de un árbol de naranja, mango, zapote, mamoncillo,
aguacate, limón, toronja, piña, melón, guanábana,
fruta bomba, ciruela, guayaba, y todas las demás frutas que ahora no
recuerdo.
De todas maneras, de haberme introducido en el interior de una naranja
patiseca, me habría sentido igual o peor de lo que me siento viviendo en
un país como Cuba que, al igual que la naranja de marras, también
se ha momificado, y como país-fruta, seguramente la estarán usando
como el pisapapeles de algún dios del Olimpo político de nuestros
días.
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