Memorias de
la Plaza (XIX)
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - La Biblia, de forro empastado con
incrustaciones, rebordes enchapados de oro y una mínima cerradura que se
abría con una llave también de oro, y que parecía un
juguete, terminé vendiéndosela a un orfebre de la Habana Vieja. La
había comprado a una anciana beata, con muchísima fe pero poco
dinero, que también me vendió su devocionario encuardenado en
cuero repujado y su misal forrado en nácar puro. Por aquellos días
yo adquiría todo lo que oliera a santoral, incienso, púlpitos y
confesionarios. Estaba anunciada la visita del Santo Padre a La Habana, y ésa
era una ocasión que no se podía pasar por alto.
Los libreros esperábamos la llegada del Papa con doble entusiasmo.
Además de que Dios entraría a La Habana a través de las
homilías del Sumo Pontífice, vendrían miles de devotos,
turistas y periodistas que arrasarían con nuestros libros. Fue un cálculo
errado. Nunca se vendió menos literatura religiosa que en esos días.
Yo había acumulado textos de Teología, Teología Dogmática,
Teología Natural, Teosofía y hasta Historia de la Inquisición.
Por poco tengo que hacer con todo aquello una pira más grande que las del
mismísimo Savonarola. Todavía en mis días finales de remate
me tropezaba con una Summa Teológica o una Historia de Mártires
Católicos. Fue mi inversión más descabellada.
La expectativa nacional e internacional más que religiosa era política.
¿Qué ocurriría a la llegada de Juan Pablo II, el hombre que
tanto había significado en la transición de Polonia, su tierra
natal, y de Europa del Este hacia el exterminio del totalitarismo? ¿Qué
ocurriría después de su partida y de haber afirmado que el mundo
debía abrirse a Cuba y que Cuba debía abrirse al mundo? Nada. Sólo
nos dejaron, oficialmente, celebrar las fiestas navideñas y le otorgaron
la libertad a un reducidísimo número de presos de conciencia.
La Plaza de la Revolución oyó por primera vez, después
de muchos años, cantos y alabanzas que no iban dirigidos al hombre de
siempre y sus infinitas bondades. Los obispos del interior del país
elevaron su voz con una valentía inusual. El pueblo coreó
canciones con doble significado que reflejaban su ansiedad por expresarse
libremente. Los ruegos a Dios iban encaminados unánimemente a que nos
librara de un solo mal y nos perdonara el pecado de haberlo soportado tantísimos
años.
Fueron días de emociones muy fuertes. Cuando vi la imagen de
Jesucristo a todo lo ancho y alto del edificio que ocupa la Biblioteca Nacional
de Cuba, volvió a sacudirme la ausencia de mi madre. Ella me había
dicho, muchos años antes, cuando mi padre cambiara el cuadro del Sagrado
Corazón que siempre adornó la sala de mi casa por una foto enorme
de Fidel Castro, que algún día Cristo recuperaría su reino
en Cuba. Parecía que había llegado el momento. Pero ya lo dijo
Mijail Bulgakov en El Maestro y Margarita. El socialismo es un engendro tan
macabro que únicamente con la visita del mismísimo diablo acompañado
de todo su séquito se producen conmociones.
El Papa se fue bajo una llovizna tenue y quedamos en un desamparo abismal. ¿Quién
nos protegería ahora de Azazelo, de Absalón, del Aquelarre? ¿Qué
hermenéutica sencilla nos explicaría los nuevos símbolos de
una cotidianidad espeluznante? ¿Qué oración aprenderíamos
para conjurar tanta desdicha?
Los camellos siguieron bufando por las calles. Las ollas permanecieron
gimiendo por su vacuidad. La gente se mantuvo inmolándose en el Estrecho
de la Florida. Yo, en la Plaza de Armas, persistí en mi empeño de
no dejarme ganar la bronca por el picadillo de soya y expulsarlo de mi casa cada
vez que asomara su jeta fea y mal oliente. Dios, de seguro, pensaría: "Les
mandé Mariel, les mandé El Maleconazo, les mandé el Papa, ¿qué
quieren, que vaya yo personalmente a resolverles el problema?"
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