Memorias de
la Plaza (XIV)
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - Nunca he confesado por qué
asesiné a Pablo Cedeño. Hoy es el día. El muy bastardo no
merecía otra cosa. Le di un nombre, un hogar, una voz. Le fabriqué
una historia. Lo hice popular. Y aún muerto brota de mi memoria para
mortificarme. Burlón, como lo inventé, parece decirme: "Te
gané, imbécil, todavía me recuerdan".
Al principio era él solo gritando desde mi pecho, mi estómago,
mis gónodas. Hijo de la osadía se mofaba, sin el menor asomo de
clemencia, de cuanto lo rodeaba. Tornaba comedia la tragedia de una nación,
la vida de un pueblo, las maniobras de un gobierno. Parecía no tener límites.
Arremetía sin temor a las consecuencias. Se ganó las simpatías
de todos mientras yo le servía, en la sombra, de pedestal. Se irguió
sobre mí con el desenfado de los niños traviesos. Casi dejé
de existir.
Rosa Berre, fascinada por el embrujo de su ingeniosidad, me pedía
cada semana que le enviara más crónicas de aquel deslenguado
irreverente. Medio iconoclasta ella misma gozaba con los charrasquillos, casi
astracantes, demoledores del fascineroso. No sabía la noble editora que
estaba colaborando con la muerte de su protegido. Los triunfos allegan
admiradores pero también acercan envidiosos. Y la envidia, que es uno de
los sentimientos humanos más sórdidos, puede conducir desde la
difamación hasta el crimen. Empecé a envidiar a Pablo Cedeño
y, aunque sé que no fui el primero, su vida sí dependía de
mí.
El estaba fabricado con esa sustancia intemporal con que amasamos a los
dioses, a los poetas. Se llamaba Pablo por el apóstol, como Picasso, como
Neruda, como mi abuelo, como mi hijo. Era Cedeño y tenía la
audacia de aquel capitán mambí que suponíamos su
tatarabuelo y le había legado su valentía, su apellido. Sabía
de la fina ironía y de la sátira mordaz. Había convertido a
Francisco de Quevedo en su maestro. Ni reyes ni ilotas se salvaban de su fusta.
Estaba dispuesto a no ceder frente a las sobornantes lisonjas ni a las crudas
amenazas. Quería vivir en la memoria aunque fuera desguasado en la vida.
Comencé amándolo. Terminé odiándolo. Yo era
entonces el mercachifle y él el poeta. Mientras yo ocultaba mi nombre él
ofrecía el pecho. El era libre e iba nimbado con la aureola de los
elegidos. Yo inventaba malabares y trapisondas para prosperar en el negocio de
los libros viejos. El soñaba libros nuevos. Eramos la encarnación
de la duplicidad fáustica. Yo buscaba el oro, tenía el alma presa;
él buscaba la iluminación. Los comerciantes no se comprometen,
piensan sólo en las ganancias; los poetas se ofrendan, se inmolan.
Decidí inmolarme y entonces Pablo Cedeño rió con la
desmesura de los inmortales. No envié más sus crónicas.
Copié su estilo. Adopté su arrojo. Los lectores siguieron inquiriéndolo,
reclamándolo, no aceptaban su desaparición. Llegaban a mi casa,
que había sido su parnaso, mensajes urgentes, cartas alentadoras,
postales de felicitación. Mi envidia creció. Pero todavía
permitía que por mi puño firmara algunas chanzas.
Su sentencia de muerte llegó en Pascuas. La trajo una postal que venía
desde Suecia. Pablo Cedeño y Manuel Vázquez Portal decía el
sobre. Lo abrí con esa mezcla de complacencia y rabia que me invadía
siempre que los halagos no eran para mí solo. Acepté que lo
leyeran más, que lo mimaran más, que lo valoraran más; a
fin de cuentas, y contra mi propio nombre, me sentía satisfecho. El era
una de mis almas, quizás mi alter ego. Yo lo había inventado, le
había dado mi voz, mi hogar, mis sueños, mis tristezas. Pero eso
era demasiado. La postal venía firmada por un club gay de Estocolmo. Nos
felicitaban por nuestro coraje y nos deseaban toda suerte de buenaventuranzas.
Vivir juntos y luchar juntos contra una tiranía les parecía una
hazaña. Primero no pude contener la risa; hasta mi propio hijo, que de
casta le viene al galgo, aprovechó para llamarme "señora de
Cedeño"; después lo pensé seriamente, y para evitar más
confusiones, decidí enterrar definitivamente al jodedor de Pablo Cedeño.
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