Memorias de
la Plaza (XI)
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, febrero (www.cubanet.org) - El Maleconazo fue un hecho fortuito,
inesperado. Las autoridades castristas no se lo sospechaba; la disidencia
interna no estaba preparada para ello, no se lo había propuesto, ni
supieron ponerse al frente de una explosión social espontánea que
hubiera podido significar el inicio del gran cambio. Todo se disolvió en
la emigración masiva que recibiera el nombre de Crisis de los Balseros.
Para entonces ya yo vendía libros viejos en la Plaza de Armas.
Gabriel apenas si había cumplido los cinco meses de nacido, y mi
preocupación fundamental era garantizarle "la malanga". No creía
que tuviera que marcharme de mi país. Mal que bien, aquí estaba
mi familia, mi origen, mis pesares, mis sueños. Si alguien debía
irse no era yo. Eran aquellos a quienes el pueblo ya no quería, aquellos
que habían puesto al país en una situación tan precaria,
tan lamentable.
Los que se aventuraron en las embarcaciones más increíbles
fueron recluidos en la Base Naval de Guantánamo, donde permanecieron por
varios meses en condiciones de campamento de refugiados. Mis amigos más íntimos
conocían mi manera de pensar. No faltó el que fuera a mi casa
para que me enrolara en la tripulación de un barco, "con todas las
condiciones", me aseguró, que partiría esa misma noche. Le
dije que me quedaba, que si algo debía hacer era no irme, que si todo el
mundo se iba, a Castro le sería más fácil. Me dediqué,
desde tierra, a observar el tragicómico espectáculo. La gente
fabricaba balsas en los jardines, canjeaban automóviles por una batea con
motor, dejaban sus casas a quienes les propiciara el primer artefacto flotante
que los condujera hasta un guardacostas norteamericano, hacían fiestas de
despedidas que se convertían en verdaderas manifestaciones públicas
de júbilo, decían adiós a la multitud que desde la costa
los despedía con una mezcla de euforia y temor. Esta vez no hubo actos de
repudio ni tiradera de huevos, no hubo bandos enfrentados por la manipulación
oficial. No eran los tiempos del Mariel. Más bien el pueblo estaba
dispuesto a enfrentarse al poder. Las casas apedreadas no fueron las de quienes
se iban.
La presión de la caldera social escapó por la válvula
de Guantánamo. Una vez más, las riendas del poder se mantuvieron
en las mismas manos, pero Cuba ya no volvería a ser la misma. Se hablaría
mal de los tarecos que nos vendían los rusos, se abrirían las
puertas al turismo internacional, se permitiría la entrada de capital
extranjero, el primer ministro asistiría de civil a eventos
internacionales. Algo se iba logrando.
Apareció la prensa independiente. El Buró de Prensa, dirigido
por Yndamiro Restano; Habana Press, dirigida por Rafael Solano; la APIC,
dirigida por Néstor Baguer; Cuba Press, dirigida por Raúl Rivero.
A finales de 1995 ya las cuatro agencias enviaban sus despachos al extranjero.
Este sí era "un salidero" para el cual el gobierno no tenía
tapón. Muchos periodistas oficiales se involucraron, y la prensa
independiente cobró una importancia y una resonancia que hasta entonces
el movimiento disidente cubano no había conocido.
El gobierno reaccionó con crudeza. Fue en vano. La prensa
independiente aún existe, y gracias a ella, alguna que otra tarde como
caliente, la policía política me visita para prohibirme acudir a
algún sitio, o para reiterarme que hasta que no cese de escribir no me
otorgarán el permiso de salida que, aunque parezca un juego, ya llevan un
año y cuatro meses negándome.
Entre la venta de libros viejos y la prensa independiente he gastado una
buena decena de años. La Plaza la abandoné porque ya no era
negocio. La prensa independiente no la he abandonado porque nunca fue un
negocio. Y aún sueño, a pesar del picadillo de soya, la
polineuritis, el dengue hemorrágico y los camellos, escribir una novela
donde se entrecrucen historias y personajes que sólo habiendo vivido el
dantesco fin de siglo cubano puede concebirse. Será un relato tremebundo,
pero divertido, se los aseguro, aún no han podido matarme el sentido del
humor.
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