CUBANET... INTERNACIONAL

Octubre 26, 2001



A las armas, ¿corred?

Andrés Reynaldo. Octubre 26, 2001. El Nuevo Herald

Me fui de Cuba en 1980. En los dos años anteriores, la casualidad me permitió conocer a altos oficiales de las fuerzas armadas y el Ministerio del Interior. Eran leales a Fidel Castro. Eran comunistas convencidos (a fin de cuentas entonces parecía que Moscú estaba ganando la partida). Pero era gente capaz de pensar con cabeza propia. Todavía más: exudaban un subversivo espíritu de elite. De su independencia de análisis, su vinculación a un estamento militar de influencia global y su experiencia de combate más allá de las escaramuzas guerrilleras en la Sierra Maestra, se desprendía un hálito aristocrático que los diferenciaba de la clase dirigente. Sobre todo, de su comandante en jefe.

La Escuela Superior de Guerra y algunos departamentos del MININT cobijaban unas líneas de pensamiento que, visto ahora de lejos, tendía a la institucionalidad, la modernidad y un nacionalismo mucho más ilustrado que el resto de las principales instituciones, entre ellas el Partido Comunista de Cuba. Es verdad que su horizonte ético no rebasaba los valores del marxismo-leninismo. Sería estúpido negar que había una genuina preocupación social y una conciencia clara sobre la necesidad de que los medios no degradaran los fines. A veces, uno podía pensar que eran buenos soldados extraviados en la guerra equivocada.

Ignoro hasta qué punto esa reserva de inteligencia fue diezmada o corrompida en las últimas dos décadas. Vale notar que a los militares no suele vérseles en tribuna, si exceptuamos a Raúl Castro, dictando las efímeras coartadas de la dictadura. Hasta el momento, tampoco han salido a la calle a disparar contra la población. Sea por las razones que sea, sus rostros son poco conocidos; al menos, gozan del prestigio del anonimato. ¿Están irremediablemente comprometidos con el narcotráfico, el contrabando de armas y otras vertientes delictivas del castrismo? ¿El miedo al cambio aplaca en sus tristes corazones la repugnancia por la sumisión a un hombre profundamente desleal, obcecado en un protagonismo megalomaníaco que ridiculiza y aniquila al país? ¿O tal vez, simplemente, los paraliza la culpa?

No nos engañemos. Sobre esos militares pesa buena parte de la responsabilidad de nuestro desastre nacional. Por si fuera poco, las fuerzas de seguridad tienen en su haber la atroz veteranía de una represión científica e implacable con un espeluznante saldo de víctimas. Condecorados y, a su vez, minuciosamente vigilados, han sido los guardianes de una revolución que nació traicionándose a sí misma. Lo demás son las altas y bajas de la servidumbre geopolítica. Guerrillas, Angola, Etiopía, Nicaragua: las fiebres de la guerra fría sudadas en la cama de los soviéticos. Que lo hicieran bien no disculpa que lo hicieran para mal. Sin embargo (y éste es un sin embargo esencial) la eficacia genera racionalidad. Y en el esplendoroso edificio de la razón suele crecer la duda. Una virtud que detestan los tiranos.

Con el fusilamiento del general Arnaldo Ochoa, en 1989, Castro intentó asesinar un estado de ánimo que pudiera provocar un golpe de estado. Probablemente lo consiguió. La perestroika, la disolución de la Unión Soviética, la vertiginosa transformación económica de los países desarrollados, no despertaron de su mediocre sueño a los militares. Ahora, de pronto, asistimos a una veloz reagrupación de fuerzas internacionales y Cuba se encuentra en el bando de los proscritos. Los ataques terroristas del 11 de septiembre han desencadenado un irreversible proceso de globalización de las leyes y los mecanismos de defensa y prevención de Occidente y sus aliados. Rusia y China se han sumado con desenfadado entusiasmo al carro del nuevo orden. En ese tumultuoso viaje que recién comienza Castro puede perder la cabeza (y la frase es válida en cada uno de sus sentidos).

La prisa de los rusos por desmantelar la base de espionaje electrónico de Lourdes presagia tormenta. El editorial de Granma con que Castro explica la estampida apenas logra disimular su nerviosismo, temor y frustración. Elementos explosivos en las manos de un dictador enajenado. Cualquiera que hayan sido los motivos de Moscú para incumplir un contrato fijado hasta el 2004, es obvio su impaciente deseo de tomar distancia. Ya saltará la liebre en su momento. Suponiendo que Castro no estuviera involucrado en el terrorismo, basta su retórica para situarlo en un curso de acción sumamente peligroso para la isla. Esta es una guerra de supervivencia que compromete en una decidida coalición a los poderes económicos, políticos y culturales de las naciones rectoras del planeta. Con ellas, o contra ellas. La civilización occidental está recobrando aceleradamente sus antiguos anticuerpos. Será una guerra larga que no admitirá ningún virus en la retaguardia.

Los militares cubanos tienen quizás ante sus narices la última oportunidad de gobernar una transición lenta y ordenada, con amplio consenso interno, aupados por la comunidad internacional. Dicho con comedida ironía, a estas alturas del juego no deben dejar escapar un final privilegio: morir de causas naturales, en paz y prosperidad, al amparo de la condescendencia, si no la gratitud, de sus sufridos compatriotas. Sé que ya es demasiado tarde para pedirles que sean los salvadores de Cuba. Sólo se les ruega que no sean sus sepultureros.

© El Nuevo Herald

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