CUBANET... INTERNACIONAL

Octubre 12, 2001



Poncito y mi madre (I)

Zoé Valdés. Octubre 12, 2001. El Nuevo Herald

París -- El 29 de julio falleció en La Habana de cáncer pulmonar Miguel Angel Ponce de León, contaba 56 años. A Poncito, así le llamábamos sus amigos, lo conocí desde el año 1979, fuimos vecinos en el Solar de los Intelectuales, en Mercaderes # 2, en la Habana Vieja. Usualmente se dedicaba, junto a Jorge Alvarez, a la artesanía, sus tapices repujados en cuero eran verdaderas obras de arte.

Enseguida nos hicimos amigos, y supe que pintaba y lo hacía con talento extraordinario, influenciado por la obra de su padre entonces ya fallecido, el gran pintor cubano Fidelio Ponce de León. El artesano devoraba mucha literatura prohibida, "extranjera'' y "nacional'', discutíamos de Hermann Bll, de Thomas Mann, de Marcel Proust --el autor secreto-- de Marguerite Yourcenar, de K. Cavafis, de Eduardo Mendoza, de José Lezama Lima; conseguía los libros de trasmano, prestados, o algún diplomático de embajada capitalista se los obsequiaba. En algunos sofocantes atardeceres habaneros --en los que la balsa o la cárcel eran los únicos destinos posibles-- exorcizados nos reclinábamos en cojines y almohadones regados por el suelo, él disertaba de literatura y espesa filosofía mientras sorbía té ruso de farmacia; yo le escuchaba sin entender demasiado o le leía mis primeros poemas, sólo a él, pues supo darme la confianza para que yo me atreviera a declarar que escribía.

Fue el más lúcido confidente en aquella turbulenta primera juventud, en el que mi única inquietud era ser paracaidista, lanzarme del cielo y jamás caer en aquella isla, quedar flotando. Poncito contaba, intentando parecer indiferente, de cuando estuvo dos años guardado en el tanque. "¿Por qué te metieron preso?'', preguntaba incrédula a causa de mi ignorancia y desconecte con la realidad. "Todavía no lo sé. Creo que por mariquita.'' Solía responder sin pelos en la lengua. "Dijeron que por marginal'', añadía. Al rato retomaba la conversación sobre Juan Sebastián Bach, Pachelbel, o el insoslayable efecto positivo de la cítara hindú en la digestión. "¿Qué digestión, chico?'', volvía a ser inoportuna. "La última de hace dos semanas'', respondía absorbiendo el humo de un Popular de la bodega, los de la libreta de racionamiento, los cigarrillos más venenosos del planeta. El té, los quesitos crema, el yogurt a pelotazos, cuando los conseguíamos, nos salvaban en tablitas, la vida, quiero decir.

Poncito era de los pocos en llamarme Vida, o Eva Dida, justamente por mi poco o ningún interés por la apabullante rutina ideológica. Al empañarse muy temprano el espejismo revolucionario habanero con persecuciones y fusilamientos masivos, cientos de jóvenes se vieron perdidos ante el apoyo que los gobiernos brindaron a Castro; Poncito estuvo entre ellos, y me confesó que Loló Soldevilla, pintora y escritora, quiso casarse con él para protegerlo de las persecuciones de la policía castrista a los homosexuales y artistas. Lo hicieron como un pacto amistoso, pero después él se enamoró de ella de verdad, de su talento, de su ternura, genialidad diaria; aunque ella mayor en edad, él apenas contaba 18 años. Una madrugada sacó el Diario de Loló Soldevilla, el que narra sus vivencias en París, y leyó fragmentos del encuentro de aquella mujer fuera de serie con Wilfredo Lam. Poncito lloró discreto, para enseguida recordar con un chiste a su Loló, quien había desaparecido mucho antes de que ambos nos conociéramos.

La primera carta de patio a balcón (su casa quedaba en los bajos del cuarto donde yo vivía) también me reveló a un escritor desinhibido, cómico, barroco, delirante; de cuidada ortografía y elegante sintaxis.

Poncito, para mí, entonces, era uno de esos misterios mayores irremplazables. Nos reíamos de todo, de sus amantes varones de verano, de mis pasiones ciegas ante el primer amor, de los extremismos de la Quemá, la presidenta del comité, de la chusmería del barrio. "Anoche Fulanito y la querida armaron un chanchullo tremendo, se golpearon y más tarde hicieron el amor con altoparlante.''

Pero Poncito estaba políticamente muy claro, y por consecuencia muy crítico; y esto le traía constantes problemas.

Escuchar sus opiniones sobre el acontecer político me daba terror, compartir sus amistades --casi todas extranjeros de embajadas peligrosas-- me hundía en un sopor pavoroso. Por su casa de piso semejante a un tablero de ajedrez transitaba el mundo; y desde allí comencé a comprender, al menos a intuir, que el exterior, eso que llamábamos "los países'', no correspondía a ese caos tremebundo que nos querían meter a cucharadas, como purgante obligado.

Poco a poco este amigo se convirtió en el duende de la Habana Vieja, visitado por "marginales'', o sea, escritores, disidentes, periodistas extranjeros, simples turistas. Sin embargo, su participación como testigo de las cárceles cubanas en el documental Nadie escuchaba de Néstor Almendros lo marcó con la cruz nefasta de ente negativo para la dictadura.

Desde hace algunos años, mi amigo Miguel Angel Ponce de León decidió hacerse periodista independiente del Grupo de Trabajo Decoro. Miles de cubanos exiliados pudimos leer sus magníficos artículos gracias a Cubanet. Así fue nuestra comunicación espiritual desde la ciudad de las rejas herrumbrosas, a través de la escritura valiente, junto a alguna correspondencia y libros siempre proscriptos.

Estos artículos de Poncito fueron publicados el pasado año bajo el cuidado de Bonifacio Martín y de Angel Pingarrón --qué nombrecito, diría Ponce-- en la editorial Ars Millenii con el título Crónicas desde La Habana. Es el libro de un valiente.

Cierro los ojos en esta tarde de calor parisino, no consigo llorar. La garganta se me anuda. Poncito: otro amigo que no podré abrazar a mi regreso algún día. Otra sombra en el libro del destierro. Una voz que se alzó como perseguido y pocos quisieron oír, un artista que debió clavetear su obra, un hombre que jamás pudo salir de su tierra. Un periodista que no lograron silenciar. Con sus testimonios supo conducirme a esa Cuba que tanto hinca y duele.

© El Nuevo Herald


Crónicas de La Habana, Miguel Ponce de León.



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