Ramón Ferreira. Publicado el martes, 27 de noviembre
de 2001 en El Nuevo Herald
Muchos en el exilio se desesperan por regresar a Cuba y Fidel no acaba de
despedirse. Ya no ven el almanaque, miran el reloj. Unos quieren regresar
inmediatamente; otros darse una vuelta para repartir abrazos en vez de seguir
enviando ayuda económica, y no faltan quienes desean incorporarse a los
que buscan en la isla los horizontes perdidos de sus padres. Hay que seguir
adelante; hay que olvidar.
El cubano que tenía 40 años cuando abandonó a Cuba,
pasa de los 80. El que nació en esa fecha, anda por los 40. Uno se negaba
a olvidar el pasado; el otro se educaba para crearse un futuro propio. Y el
futuro es siempre joven.
Los hijos del exilio no pueden evitar sentirse americanos en vez de
cubanoamericanos como sus padres. Con la desaparición de Fidel se
enfrentarán a un dilema emocional que carece de raíces
sentimentales --como regresar a la madre patria-- y sí con el pragmatismo
que impone la existencia.
Ya es innegable la impaciencia de estos nuevos criollos, dispuestos a
relegar el pasado de sus padres para sentirse libres de enfrentarse a la creación
del propio. Para muchos, regresar a Cuba sigue siendo el único destino de
un viaje interminable; para otros viene a representar el comienzo de una ruta de
ida y vuelta.
Aunque el pasado abarca una vida interrumpida en el lugar destinado a la
hora señalada por la existencia, no hay memoria capaz de devolverle la
vigencia. Los recuerdos quedan fijos en el tiempo y nada puede descartarlos como
inútiles, pero no encontrarlos intactos puede resultar más traumático
que vivir con ellos en el exilio. El hogar, la familia, el vecindario, las
amistades y los momentos atesorados compartidos seguirán imborrables,
pero sentidos desde afuera, presenciados con angustia y sin alguien con quien
siquiera compartirlos.
Para estos nuevos criollos americanos, se trata simplemente de crear su
propio pasado, de recorrer el laberinto de la existencia, evitando los desvíos
de destino; viven y reaccionan en su propio ambiente, tienen amistades propias,
la base de una profesión o un empleo, necesitan formar una familia o ya
la tienen, un hogar propio, seguir extendiendo ese concepto familiar rodeado de
aspiraciones compartidas y con metas definidas; pedirles que comprendan o
acepten la necesidad de dejarlo a un lado, de regresar a la ruta interrumpida de
sus padres, es intentar ignorar la urgencia insaciable de ser joven.
Se acerca el momento en que Fidel dejará de ser ese dique emocional
que sufre el exilio y cada cual se dejará arrastrar por lo inevitable. De
nada vale profetizar los giros múltiples de un retorno, como nadie pudo
hacerlo sobre las consecuencias del exilio. Prevalecerá el imperativo de
la sobrevivencia por encima de exaltaciones heroicas, de poses patrióticas,
de gestos aplaudidos.
Las familias jamás se separan voluntariamente. Son núcleos genéticos
gestando su incremento, hasta que crecen los hijos y aparecen los nietos;
entonces, cada cual busca su espacio aparte, escoge el lugar y traza los límites
de su universo. Los lazos familiares perduran, no reconocen distancias, por más
que el tiempo vaya imponiendo la inevitable separación de cada día.
Aquí, allá, donde quiera que se levante la tienda de campaña
propia, la familia seguirá unida como un aliado sin fronteras. Si se le
llamaba "gallego'' a todo español que venía a la Cuba
republicana, bien podemos asumir que a los que lleguen del exilio se les reciba
con un "bienvenido, yankee''.
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