Raul Rivero. Publicado el jueves, 15 de noviembre de 2001
en El Nuevo Herald
La Habana -- Los miles de cubanos que sufrieron el viento y el agua del
huracán Michelle recibieron en público sus heridas, pero la
convalecencia se padecerá en silencio.
Las catástrofes familiares, los pequeños pueblos de Las Villas
y Matanzas arrasados enteros, tuvieron en su momento cámaras que los
filmaran y reporteros para sus tragedias. Las casas decapitadas, los animales y
las plantas acostados sobre la tierra en una muerte unánime y la gente
perpleja frente a lo que se pudo salvar, fue el escenario natural por el que se
movía siempre un diligente funcionario, con palabras de optimismo y la
promesa de un cargamento de tejas infinitas.
En realidad, lo único infinito aquí es el sufrimiento de las
personas que, a la intemperie o bajo precarios techos provisionales, no saben cuánto
tendrán que esperar para que el estado los devuelva a un estadío
cercano al género de vida que llevaban antes de noviembre.
Nadie puede olvidar por estos días la experiencia de familias
damnificadas por otros huracanes, que ya son historia en los libros de los
meteorólogos y que continúan en recintos colectivos a los que
llegaron un día con la esperanza de recibir a corto plazo una vivienda
decente.
El período de rehabilitación de servicios básicos que
destruyó el fenómeno natural, los primeros envíos de ayuda
a las zonas devastadas, tienen aún espacio en los medios, como parte de
una campaña de propaganda política que viene a poner una especie
de corona siniestra a nuestra realidad.
A menudo se asoman a la pantalla del televisor o se puede escuchar por radio
a personas humildes que, agradecidas, no hacen el inventario de sus desgracias,
como se supone que reaccionen los seres humanos, sino que se deshacen en elogios
para los dirigentes de las organizaciones revolucionarias. Es un regocijo que se
eleva en una pompa verbal que se quiere hacer pasar por una verdad, pero que,
cuando se retira el camarógrafo y el funcionario regresa a su automóvil,
explota en el rostro mismo de su creador.
Esas incursiones a las zonas en ruinas no incluyen encuestas sobre la
necesidad de solicitar y recibir ayuda de otros países y de instituciones
internacionales. La propuesta de Estados Unidos se hizo pública aquí,
con respuesta y todo, pero en los ámbitos del dolor y la destrucción
la negativa y la compleja contrapropuesta del gobierno heló la atmósfera.
Se trata de mostrar altivez y estoicismo político, fincados en el dolor,
la necesidad y la miseria ajena.
No hay que ser muy brillante para saber qué respondería un
padre de familia ante la posibilidad de recibir ropas, alimentos y, quizás,
algunos materiales para reconstruir su vivienda arruinada, en una entrega de Cáritas,
la ONU, la FAO o de cualquier sede diplomática cuyo gobierno haya
ofrecido la ayuda, respetuosamente.
Pero no, ese padre y otros miles o millones de cubanos no tienen voz propia.
Por ellos habla y decide un gobierno que tampoco puede ofrecerles soluciones
definitivas, sino, sobre los escombros de sus casas derrumbadas, una nueva
trinchera para la batalla de ideas. Que debe ser algo muy importante, pero que
nadie sabe exactamente lo que es.
No creo como don Jacinto Benavente que las cosas son terribles hasta que se
dicen, por lo menos no en Cuba, donde el problema es que no se pueden decir.
Es ya como un gag desolador, que no produce risa, sino tristeza, ver a
cubanos de todas las edades víctimas de un accidente o de un cataclismo
como Michelle, felices y obsequiosos por las atenciones del hospital o del
albergue. Debe haber un minuto de reflexión sobre por qué tienen
que vivir en una casa frágil o movilizarse en un camión sin
frenos, fabricado en 1936, en una bicicleta china o en coche de caballos.
Están pasando los 15 minutos de los damnificados, pronto vendrá
la noche larga y con sordina del reacomodo, que es un canal directo con el
olvido.
Nada más. Es decir, nada menos.
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