La telaraña
Ramón Díaz Marzo
LA HABANA, mayo - El mapa de la historia geográfica de las naciones,
es decir, la telaraña política de las fronteras, ha sido un
proceso de nacimiento y muerte. Telarañas políticas que nacen, y
en el mejor de los casos se reducen, como ocurrió al Imperio Romano, hoy
convertido en Ciudad Vaticano.
Pero las naciones, del mismo modo que los individuos, son indistintamente
arañas e insectos. Y las naciones, como los individuos, lucharán
por ser más tiempo arañas que insectos. Porque cuando una araña
gobierna, el insecto sólo tiene un destino: ser devorado.
Cada país es una telaraña de intereses nacionales que a su vez
están insertados en la gran telaraña de las naciones. A su vez,
dentro de las telarañas nacionales están las telarañas
familiares, y dentro de éstas la que cada individuo al nacer comienza a
tejer hasta el último instante de su vida.
Somos arañas cuando, rodeados por otras personas, nuestra opinión
se impone por un tácito acuerdo de quienes nos rodean, lo que no
significa que internamente aceptemos lo que exteriormente demostramos. Y somos
insectos cuando formamos parte de un coro donde nuestra opinión no ocupa
el papel protagónico. En este sentido Cuba, en la gran telaraña
internacional, ha empleado vastos recursos para, de insecto en el año
1959, convertirse en araña.
Hay naciones y personas que nacieron para ser insectos, y cuando no logran
invertir el proceso kafkiano de Gregorio Samsa, se inmolan. La historia lo
demuestra cuando Japón, durante la II Guerra Mundial, le ordenaba a sus
pilotos que se estrellaran con sus aviones contra los barcos de guerra
norteamericanos. Y es demostrado también con unas imágenes fílmicas
donde se ve al führer Adolfo Hitler pasándole revista militar a una
escuadra de niños que marchaban hacia el frente de guerra, mientras las
tropas aliadas se encontraban a las puertas de Berlín.
Con la metáfora de la telaraña se podrían explicar
extraños sucesos que han sido lo contrario del sentido común; y,
sin embargo, son los hechos.
Todos hemos vivido siempre en una telaraña que puede ser nuestra o
ajena. Y es el mínimo precio que pagamos por vivir en un mundo
interrelacionado.
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