Alejandro de La Fuente. Publicado el lunes, 21 de mayo de
2001 en El Nuevo Herald
El 9 de mayo falleció, en su residencia de Miami, el historiador,
ensayista y profesor cubano Manuel Moreno Fraginals.
Durante su larga y fructífera vida intelectual Moreno hizo
contribuciones medulares a la historiografía cubana y latinoamericana,
incluyendo La historia como arma, Cuba/España, España/Cuba: una
historia común y, desde luego, El ingenio: complejo económico-social
cubano del azúcar, publicado originalmente en 1964, reeditado en Cuba en
1978 y traducido a varios idiomas.
En el prólogo de Cuba/España el historiador Josep Fontana
afirma que ésa es su "obra maestra''. Respetuosamente, yo discrepo:
El ingenio es, y será siempre, de las contribuciones muchas de Moreno, la
más importante.
El ingenio fue no sólo un pionero del quehacer historiográfico
desde el punto de vista metodológico y del manejo de fuentes. En esa su
obra cumbre, Moreno se propuso entender el carácter de la "civilización''
cubana y sus problemas capitales: el subdesarrollo, la incapacidad de la
oligarquía azucarera de representar intereses "nacionales'' más
allá de sus estrechos intereses de clase, el origen de la formación
social cubana y sus tensiones raciales y de clase.
Una obra así tenía que crear resentimientos entre aquéllos
que estaban interesados en perpetuar y recrear una narrativa nacional heroica.
Los héroes de El ingenio no son patricios criollos desinteresados, que
incineran sus fortunas en busca de una libertad abstracta. Son inversionistas
calculadores que buscan incrementar sus rendimientos a través de nuevas
tecnologías, de la renegociación del pacto colonial y de la
utilización de mano de obra esclava. Los llamados grandes forjadores de
la nacionalidad, alrededor de los cuales se habían tejido tantas
hagiografías, eran de esa manera analizados con una honestidad e
irreverencia despiadadas.
Era ésa, pensaba Moreno, la función real del historiador. Para
crear discursos nacionales edulcorados e hipócritas no hacía falta
ir a los archivos. Bastaba con leer horrendos manuales de marxismo soviético
(que hubieran ofendido al propio Marx) y construir, sobre esos cimientos, una
visión muerta y lineal del pasado.
Es por eso que Moreno no pudo enseñar nunca en la facultad de
historia de la Universidad de La Habana, controlada en los sesenta por
historiadores de sotana y manual. Y es también por eso que el más
grande e innovador de los historiadores cubanos nunca pudo hacer escuela en el
sentido tradicional de la expresión. El reducidísimo grupo de discípulos
que lo rodeaban --Raquel Caqui Mendieta, Rafael Rojas, Iván de la Nuez y
yo, entre otros-- éramos discípulos sólo porque nosotros
mismos nos lo habíamos propuesto. En la intimidad de su estudio nos sentábamos
a repensar el pasado, que es siempre una forma de analizar el presente. Era un
salón repleto de libros y apuntes caóticos al fondo de su casa en
Miramar, La Habana. En el centro del desorden, un ordenador que funcionaba
gracias al esfuerzo y la imaginación de su hijo Carlos y de Marlene, la
esposa de Carlos.
Aprendí más historia en ese estudio que en cualquier aula
universitaria. Allí supe que en Estados Unidos se había producido
un verdadero boom historiográfico en torno al tema de la esclavitud; que
existía una "nueva historia económica'' que había
cuestionado aspectos medulares del pasado; que la investigación histórica
había incorporado nuevas metodologías y temas; que fuera de Cuba
se escribía sobre la isla. "Tienes que leer esto'', me decía
al final de cada visita, cargándome de libros imposibles de obtener en
las bibliotecas cubanas. Tras la lectura venía un nuevo encuentro, que
generaba a su vez nuevas lecturas. Ese era el ciclo.
Así, casi en silencio, Moreno compartió con algunos académicos
jóvenes su saber, su acceso a la historiografía más
reciente y sus contactos internacionales, que cubrían desde Venezuela, México
o Brasil hasta España, Inglaterra y Estados Unidos. Gracias a él
obtuvimos becas y pudimos continuar nuestros estudios. Su apoyo nos ganó
la ojeriza de más de un burócrata obtuso, pero nos abrió
las puertas de un mundo fascinante de ideas y debates. Abrir puertas es lo que
hace un maestro verdadero.
A nosotros nos queda, pues, algo más que su obra, que ya es un legado
imponente. A los que crecimos y nos formamos a su lado nos queda el compromiso
de seguir demoliendo dogmas para inventar, desde el pasado, el futuro de Cuba.
Somos nosotros los encargados de que su ingenio, el ingenio de Moreno, no pare
nunca de moler.
Profesor de historia latinoamericana en la Universidad de Pittsburgh.
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