Vida nocturna
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, mayo - La Habana de día es un ajetreo, un turbión de gentes que vienen y van. Los camellos bufan atestados. Las aceras se congestionan. Los portales acogen a vendedores de toda laya. Pululan uniformes de todas las utilidades y jerarquías. Las colas son una fiesta
folclórica en las tiendas, las paradas de ómnibus, las farmacias, los comederos de los cuentapropistas. Del alba al crepúsculo, como hormigas disciplinadas en el arte de deambular, el pueblo marcha de un sitio a otro. El clímax se alcanza entre cuatro y seis de la tarde
cuando el aluvión de obreros, secretarias, estudiantes, militares, empleados públicos, desempleados privados y visitantes ocasionales tratan de regresar a sus casas; se acumulan y revuelven, se agitan y vociferan, se enojan y se agreden, se reconocen y chacharean, hasta que un camello
los traslada a su destino.
Entonces el atardecer se apacigua. Se esconde el sol por Pinar del Río. Se van con sus pelotas los niños de los parques. Los últimos bicicleteros abordan el ciclobus que los pasará por el túnel de la bahía para que después sigan dándole a
los pedales. Papeles, pergas de cartón, platos desechables, envolturas de confituras se acumulan en los contenes acariciados por un aire vesperal que cruza y los olvida como en un final de fiesta. Se encienden, macilentas, las pocas bombillas del alumbrado público. Los escasos neones
de las instalaciones turísticas son mariposas raras que abren sus colores. Extranjeros insolados y sudorosos se apuran hacia sus hoteles. Sobrevuela sobre la ciudad un hálito de reposo. Los televisores se encienden para nadie: discurso por un canal, noticiero por el otro. La mesa,
pugilatiada y frugal, acoge a los silenciosos comensales. Empezará la noche.
Tropicana es un sueño prohibido. La Bodeguita del Medio se atolondra de idiomas enrevesados. Veloces, refulgentes, pasan por las avenidas automóviles rentados por turistas. Poco a poco la vida se traslada a Malecón. Ancianos sofocados por el calor de sus estrechas
habitaciones en una ciudadela salen en pos de la brisa marítima. Parejas sin opciones se acarician impúdicamente recostadas contra el muro. Tríos de policías, walkie talkie en ristre, rondan la ronda. Vendedores furtivos proponen caramelos, maníes, canequitas de
ron, preservativos. Algunos travesti agitan sus pelucas mientras cruzan con femenil donaire. En los restaurantes del Morro cenan los extranjeros. Un barco bullanguero, con oferta en dólares, sale de la bahía con rumbo a La Chorrera. En el Palacio de la Salsa, Isaac Delgado afirma que "no
hay que llorar, que la vida es un carnaval" y alguien, desde fuera, responde: "sí, pero la cobran en dólares y no puedo entrar". En todos los cines de estreno hace quince días proyectan únicamente Miel para Oshún. Coppelia está envuelta en una
fila kilométrica. Se está acercando la hora de "la confronta" y después no hay quien pueda regresar a casa.
Ha terminado el día. Hemos sido muy felices. La novia de Reynaldo lo abandonó por otro que tiene un "maquinón", porque "aquí no hay vida para los mareaos" y mañana hay Tribuna Abierta y hay que levantarse temprano porque el que falte debe
tener una buena justificación.
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