CUBANET .INDEPENDIENTE

10 de mayo, 2001


Miel para Oshún: una película atrevida

Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro

LA HABANA, mayo - Miel para Oshún, el más reciente filme del director cubano Humberto Solás, se exhibe en los cines de estreno de la capital con una abundante asistencia de la población.

La nueva puesta en escena del conocido director cuenta con un elenco de primera línea, entre quienes se destacan Isabel Santos, Mario Limonta y Jorge Perogurría en los papeles protagónicos.

La historia, a simple vista, puede parecer sencilla. Un joven emigrado, después de haber sido llevado por su padre hacia el exilio, regresa a Cuba en busca de su madre, quien ha quedado en la Isla y de la cual no había vuelto a tener noticias.

Sin embargo, desde los primeros minutos de proyección la cinta empieza a revelar un entramado dramático que va más allá de ese aparente propósito y que involucra a toda la sociedad cubana actual. De drama personal pasa a ser drama colectivo y alcanza la dimensión de documental minucioso, insoslayable para la comprensión de una realidad que, aún sublimada por el arte, no deja de ser trágica. No se trata, pues, de una mirada superficial a lo anecdótico de una vida individual sino la incisión profunda en las venas de una sociedad.

Miel para Oshún, aunque su título lo sugiera, poco tiene que ver con el universo folclorista que ha invadido el arte cubano de las últimas décadas. La religiosidad sincrética cubana es más bien un pretexto cognocitivo que se usa, a la manera del oráculo griego, para guiar la progresión dramática de un viaje cuyo vellocino será el reencuentro con la madre de un Jasón desconocedor del mar social en que navega, y donde lo verdaderamente importante no es el fin del viaje sino el viaje en sí.

Desde los prodigiosos rapsodas griegos con Homero a la cabeza hasta el no menos prodigioso Michel Ende la odisea del ser humano ha sido plasmada a través del viaje como artificio estético para reflejar una realidad histórica y ese, no por usado ineficiente, mecanismo ha sido el vehículo de Humberto Solás, para, magistralmente, dejar registrado un período turbulento de la historia de Cuba.

La historia de Roberto, joven emigrado que viene en pos de su madre, queda relegada a un segundo plano cuando se alza ante los ojos del espectador el espectáculo grotesco de una ciudad destruida por el abandono y la desidia, la imagen de una joven prostituida que caza extranjeros con el afán de marcharse del país, el relato de una pintora talentosa que ha abandonado la pintura por presiones extraestéticas que inmovilizan su ingenio creador, el contraste entre los mercados en divisas abarrotados de productos y el refrigerador desolado de una restauradora del patrimonio cultural nacional, los desesperados asediadores de turistas, el pueblo en masa sobre bicicletas, camiones, carretas tiradas por bueyes hacia un destino incierto, la intolerancia policial en los pueblos del interior del país; en fin, un friso vivo de la realidad cubana.

Y en esa capacidad para reflejar, sintética y artísticamente, la realidad nacional por medio de la ficción verosímil estriba la grandeza de esta película.

Los personajes trazados con la precisión del magisterio que ha revelado Solás desde su ya emblemática Lucía proponen una cubanidad a prueba del más exigente especialista o el más campechano nativo. Quizás el menos convincente sea el Roberto interpretado por Jorge Perogurría, pero que no se debe a la actuación de éste sino a las pequeñísimas y sutiles concesiones que se ve obligado el guionista a hacer. Sin embargo, la Pilar de Isabel Santos o el Antonio de Mario Limonta alcanzan tal plenitud que a uno le parece conocerlos de toda la vida. Esa muchacha frustrada y gris se nos presenta familiar, nos da la impresión de verla todos los días en la cola del mercado o el apiñamiento del "camello". Por su parte ese catrín cubano, con toda la picaresca nacional sintetizada en él nos pone en contacto con la personalidad del común de los cubanos sin que la caricatura habitual, acuñada por la superficialidad, haga mellas en él.

La sabiduría con que son usados los elementos de la comedia nos hacen recordar aquella vieja máxima aristotélica de que la risa es una vía para llegar a la verdad. Ese artilugio chaplinesco de hacernos reír para, después de razonar, conmovernos, es una presencia constante en la cinta. Nos reímos con el refrigerador vacío, con el Moskovich desarbolado descompuesto bajo el aguacero, con las croquetas incomibles de un restaurante donde son la única oferta, con el robo del bolso y la bicicleta del viajero inocente, nos reímos, y después comprobamos que ésa es la realidad de nuestro país, y la risa se nos cuaja en un mohín cercano al sollozo y le damos la razón a Aristóteles, a Chaplin y a Solás. Y caemos en la cuenta de que la película no es el viaje de Roberto, un joven emigrante cubano, que viene a reencontrarse con su madre, sino un viaje de nosotros mismos hacia nosotros mismos, para conocernos mejor y para conocer mejor la realidad nacional en que vivimos.


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