Miel para
Oshún: una película atrevida
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, mayo - Miel para Oshún, el más reciente filme del
director cubano Humberto Solás, se exhibe en los cines de estreno de la
capital con una abundante asistencia de la población.
La nueva puesta en escena del conocido director cuenta con un elenco de
primera línea, entre quienes se destacan Isabel Santos, Mario Limonta y
Jorge Perogurría en los papeles protagónicos.
La historia, a simple vista, puede parecer sencilla. Un joven emigrado,
después de haber sido llevado por su padre hacia el exilio, regresa a
Cuba en busca de su madre, quien ha quedado en la Isla y de la cual no había
vuelto a tener noticias.
Sin embargo, desde los primeros minutos de proyección la cinta
empieza a revelar un entramado dramático que va más allá de
ese aparente propósito y que involucra a toda la sociedad cubana actual.
De drama personal pasa a ser drama colectivo y alcanza la dimensión de
documental minucioso, insoslayable para la comprensión de una realidad
que, aún sublimada por el arte, no deja de ser trágica. No se
trata, pues, de una mirada superficial a lo anecdótico de una vida
individual sino la incisión profunda en las venas de una sociedad.
Miel para Oshún, aunque su título lo sugiera, poco tiene que
ver con el universo folclorista que ha invadido el arte cubano de las últimas
décadas. La religiosidad sincrética cubana es más bien un
pretexto cognocitivo que se usa, a la manera del oráculo griego, para
guiar la progresión dramática de un viaje cuyo vellocino será
el reencuentro con la madre de un Jasón desconocedor del mar social en
que navega, y donde lo verdaderamente importante no es el fin del viaje sino el
viaje en sí.
Desde los prodigiosos rapsodas griegos con Homero a la cabeza hasta el no
menos prodigioso Michel Ende la odisea del ser humano ha sido plasmada a través
del viaje como artificio estético para reflejar una realidad histórica
y ese, no por usado ineficiente, mecanismo ha sido el vehículo de
Humberto Solás, para, magistralmente, dejar registrado un período
turbulento de la historia de Cuba.
La historia de Roberto, joven emigrado que viene en pos de su madre, queda
relegada a un segundo plano cuando se alza ante los ojos del espectador el
espectáculo grotesco de una ciudad destruida por el abandono y la
desidia, la imagen de una joven prostituida que caza extranjeros con el afán
de marcharse del país, el relato de una pintora talentosa que ha
abandonado la pintura por presiones extraestéticas que inmovilizan su
ingenio creador, el contraste entre los mercados en divisas abarrotados de
productos y el refrigerador desolado de una restauradora del patrimonio cultural
nacional, los desesperados asediadores de turistas, el pueblo en masa sobre
bicicletas, camiones, carretas tiradas por bueyes hacia un destino incierto, la
intolerancia policial en los pueblos del interior del país; en fin, un
friso vivo de la realidad cubana.
Y en esa capacidad para reflejar, sintética y artísticamente,
la realidad nacional por medio de la ficción verosímil estriba la
grandeza de esta película.
Los personajes trazados con la precisión del magisterio que ha
revelado Solás desde su ya emblemática Lucía proponen una
cubanidad a prueba del más exigente especialista o el más
campechano nativo. Quizás el menos convincente sea el Roberto
interpretado por Jorge Perogurría, pero que no se debe a la actuación
de éste sino a las pequeñísimas y sutiles concesiones que
se ve obligado el guionista a hacer. Sin embargo, la Pilar de Isabel Santos o el
Antonio de Mario Limonta alcanzan tal plenitud que a uno le parece conocerlos de
toda la vida. Esa muchacha frustrada y gris se nos presenta familiar, nos da la
impresión de verla todos los días en la cola del mercado o el apiñamiento
del "camello". Por su parte ese catrín cubano, con toda la
picaresca nacional sintetizada en él nos pone en contacto con la
personalidad del común de los cubanos sin que la caricatura habitual, acuñada
por la superficialidad, haga mellas en él.
La sabiduría con que son usados los elementos de la comedia nos hacen
recordar aquella vieja máxima aristotélica de que la risa es una vía
para llegar a la verdad. Ese artilugio chaplinesco de hacernos reír para,
después de razonar, conmovernos, es una presencia constante en la cinta.
Nos reímos con el refrigerador vacío, con el Moskovich desarbolado
descompuesto bajo el aguacero, con las croquetas incomibles de un restaurante
donde son la única oferta, con el robo del bolso y la bicicleta del
viajero inocente, nos reímos, y después comprobamos que ésa
es la realidad de nuestro país, y la risa se nos cuaja en un mohín
cercano al sollozo y le damos la razón a Aristóteles, a Chaplin y
a Solás. Y caemos en la cuenta de que la película no es el viaje
de Roberto, un joven emigrante cubano, que viene a reencontrarse con su madre,
sino un viaje de nosotros mismos hacia nosotros mismos, para conocernos mejor y
para conocer mejor la realidad nacional en que vivimos.
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