CUBANET .INDEPENDIENTE

29 de marzo, 2001


Crónica del niño malo

Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro

LA HABANA, marzo - Jorge Enrique Riber Cento nació un día antes que Cristo. Aquella Nochebuena de 1990, sin árbol de Navidad ni villancicos, sin lechón asado ni dulces caseros, cuando Deborah sintió los dolores del parto inminente, Jorge Enrique -padre- comprendió que ningún hombre común nace un día tan especial, y el mejor regalo que encontró para su hijo fue darle su propio nombre.

La Estrella de Belén no se veía en la oscura noche camagüeyana y los Magos del Oriente perdieron el rumbo, o temerosos de la nueva máscara de Herodes, no pudieron traerle juguetes al recién nacido. Sin embargo, años después, su padre quiso regalarle la libertad sobre una frágil embarcación que fuera a dar con todos sus tripulantes a las Islas Bahamas. Entonces Jorge Enrique Riber Cento tenía 6 años y ésa fue su primera gran aventura.

El 2 de enero de 1997 partió el pequeño bote desde el puerto de Nuevitas. Eran diecinueve personas: cinco niños, cinco mujeres y nueve hombres. Diecinueve pies de eslora tenía el barco. Un pie de espacio para cada navegante. La travesía fue de náuseas y sobresaltos. A veces los niños cantaban, a veces se alelaban mirando los pájaros marinos o los colores brillantes de los peces. El cinco de enero entraban en Nassau. Un mes después a bordo de un destartalado avión de Cubana de Aviación: cucarachas en los asientos, fuselaje despintado, ruido ensordecedor, regresaban a Cuba. La televisión cubana transmitió la vuelta de los hijos pródigos.

"Aquí estoy, oh tierra mía,
en tus calles empedradas
donde de niño, en bandadas,
con otros niños corría.
Puñal de melancolía
éste que me va a matar
pues si alcancé a regresar
me siento desde que vine
como en la sala de un cine
viendo mi vida pasar".

Recordó Jorge Enrique, padre, cuando volvió a pisar las calles del Camagüey irredento de Agramonte, del Camagüey melancólico de la elegía de Guillén. Pero no pudo permanecer en su ciudad. El hostigamiento y la persecución de la policía política no se lo permitieron. Puerto Piloto, un pueblecito perdido en la geografía, fue un escondite seguro. Allí Deborah se volvió maestra. Con la dulzura de la enfermera pediátrica que es enseñaba a leer a su hijo. Los números difíciles y las cuentas enmarañadas eran un bálsamo para la memoria convulsa del niño. Así el muchacho pudo, luego, continuar sin dificultades su aprendizaje en la escuela Julio Sanguily.

Pero un chiquillo nacido el 24 de diciembre no es nada común. No quiso ser Pionero ni parecerse al Che. Las maestras trataron de doblegar su espíritu. Apelaron a sus padres para que las ayudaran en su afán de adoctrinarlo. Fue en vano. Sus padres creían en otros sueños. Y entonces sobrevino la catástrofe. La rebeldía de un niño no podía quedar sin castigo. Alguien tenía que responder por semejante atrevimiento. El ambiguo artículo 315 del Código Penal cubano se hizo presente. El padre del muchacho desaplicado pagaría con siete meses de prisión en la cárcel conocida como Cerámica Roja, condenado por "otros actos contrarios al normal desarrollo del menor".

La cárcel fue dura. Los huesos sobre el alambre desnudo eran la cama; los golpes y las amenazas eran las órdenes; la comida, sancocho maloliente. En las visitas al preso, en las cuales las fuerzas armadas le prestaban por un rato a su familia, el niño empezó a aparecer con el cabello más largo que de costumbre. El padre preocupado le preguntó. El niño respondió que era la única manera que tenía de protestar por la injusticia cometida.

Ahora, por las calles de Camagüey, anda un niño de largo pelo rubio ondulado, ojos centelleantes, lenguaje fluido e inteligente, diestro jugador de ajedrez cuyos resultados académicos son excelentes pero que, aún cuando asiste diaria y puntualmente a la escuela Carlos J. Finlay, no recibe libretas, ni libros, ni lápices porque al no ser matrícula real le falta el expediente escolar y no entra en las estadísticas del colegio.

Jorge Enrique Riber Cento es un niño excepcional. Cursa el quinto grado pero su escolaridad es fantasma. ¿Quién podrá otorgarle un certificado a un muchacho sin matrícula, que no usa el uniforme escolar, que no porta pañoleta de pionero, que lleva el pelo por debajo de los hombros y que es hijo de dos balseros devueltos a Cuba, balserito él mismo? ¿Quién escribirá en sus evaluaciones que es un niño muy requerido por sus amigos, que las niñas se disputan su compañía, que gusta mucho de los tranquilos juegos de mesa, que es un lector insaciable, que le agradan la poesía y la pintura, pero que tiene gravísimos "problemas políticos"?

Jorge Enrique Ribes Cento es un niño inexistente para los menesteres publicitarios de la educación cubana, pero si usted quiere conocer un chama fuera de serie que no repite, como un lorito amaestrado, discursos escritos por los adultos en las Tribunas Abiertas, no corea consignas embotantes ni vocea canciones guerreristas, lléguese al irredento Camagüey de Ignacio Agramonte, al melancólico Camagüey de Nicolás Guillén y pregunte en cualquier esquina por él. Seguro le dirán dónde hallarlo por mucho que el gobierno malicioso me le dé tan mala fama.


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