Crónica
del niño malo
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, marzo - Jorge Enrique Riber Cento nació un día
antes que Cristo. Aquella Nochebuena de 1990, sin árbol de Navidad ni
villancicos, sin lechón asado ni dulces caseros, cuando Deborah sintió
los dolores del parto inminente, Jorge Enrique -padre- comprendió que
ningún hombre común nace un día tan especial, y el mejor
regalo que encontró para su hijo fue darle su propio nombre.
La Estrella de Belén no se veía en la oscura noche camagüeyana
y los Magos del Oriente perdieron el rumbo, o temerosos de la nueva máscara
de Herodes, no pudieron traerle juguetes al recién nacido. Sin embargo, años
después, su padre quiso regalarle la libertad sobre una frágil
embarcación que fuera a dar con todos sus tripulantes a las Islas
Bahamas. Entonces Jorge Enrique Riber Cento tenía 6 años y ésa
fue su primera gran aventura.
El 2 de enero de 1997 partió el pequeño bote desde el puerto
de Nuevitas. Eran diecinueve personas: cinco niños, cinco mujeres y nueve
hombres. Diecinueve pies de eslora tenía el barco. Un pie de espacio para
cada navegante. La travesía fue de náuseas y sobresaltos. A veces
los niños cantaban, a veces se alelaban mirando los pájaros
marinos o los colores brillantes de los peces. El cinco de enero entraban en
Nassau. Un mes después a bordo de un destartalado avión de Cubana
de Aviación: cucarachas en los asientos, fuselaje despintado, ruido
ensordecedor, regresaban a Cuba. La televisión cubana transmitió
la vuelta de los hijos pródigos.
"Aquí estoy, oh tierra mía, en tus calles empedradas
donde de niño, en bandadas, con otros niños corría.
Puñal de melancolía éste que me va a matar pues
si alcancé a regresar me siento desde que vine como en la sala
de un cine viendo mi vida pasar".
Recordó Jorge Enrique, padre, cuando volvió a pisar las calles
del Camagüey irredento de Agramonte, del Camagüey melancólico
de la elegía de Guillén. Pero no pudo permanecer en su ciudad. El
hostigamiento y la persecución de la policía política no se
lo permitieron. Puerto Piloto, un pueblecito perdido en la geografía, fue
un escondite seguro. Allí Deborah se volvió maestra. Con la
dulzura de la enfermera pediátrica que es enseñaba a leer a su
hijo. Los números difíciles y las cuentas enmarañadas eran
un bálsamo para la memoria convulsa del niño. Así el
muchacho pudo, luego, continuar sin dificultades su aprendizaje en la escuela
Julio Sanguily.
Pero un chiquillo nacido el 24 de diciembre no es nada común. No
quiso ser Pionero ni parecerse al Che. Las maestras trataron de doblegar su espíritu.
Apelaron a sus padres para que las ayudaran en su afán de adoctrinarlo.
Fue en vano. Sus padres creían en otros sueños. Y entonces
sobrevino la catástrofe. La rebeldía de un niño no podía
quedar sin castigo. Alguien tenía que responder por semejante
atrevimiento. El ambiguo artículo 315 del Código Penal cubano se
hizo presente. El padre del muchacho desaplicado pagaría con siete meses
de prisión en la cárcel conocida como Cerámica Roja,
condenado por "otros actos contrarios al normal desarrollo del menor".
La cárcel fue dura. Los huesos sobre el alambre desnudo eran la cama;
los golpes y las amenazas eran las órdenes; la comida, sancocho
maloliente. En las visitas al preso, en las cuales las fuerzas armadas le
prestaban por un rato a su familia, el niño empezó a aparecer con
el cabello más largo que de costumbre. El padre preocupado le preguntó.
El niño respondió que era la única manera que tenía
de protestar por la injusticia cometida.
Ahora, por las calles de Camagüey, anda un niño de largo pelo
rubio ondulado, ojos centelleantes, lenguaje fluido e inteligente, diestro
jugador de ajedrez cuyos resultados académicos son excelentes pero que, aún
cuando asiste diaria y puntualmente a la escuela Carlos J. Finlay, no recibe
libretas, ni libros, ni lápices porque al no ser matrícula real le
falta el expediente escolar y no entra en las estadísticas del colegio.
Jorge Enrique Riber Cento es un niño excepcional. Cursa el quinto
grado pero su escolaridad es fantasma. ¿Quién podrá otorgarle
un certificado a un muchacho sin matrícula, que no usa el uniforme
escolar, que no porta pañoleta de pionero, que lleva el pelo por debajo
de los hombros y que es hijo de dos balseros devueltos a Cuba, balserito él
mismo? ¿Quién escribirá en sus evaluaciones que es un niño
muy requerido por sus amigos, que las niñas se disputan su compañía,
que gusta mucho de los tranquilos juegos de mesa, que es un lector insaciable,
que le agradan la poesía y la pintura, pero que tiene gravísimos "problemas
políticos"?
Jorge Enrique Ribes Cento es un niño inexistente para los menesteres
publicitarios de la educación cubana, pero si usted quiere conocer un
chama fuera de serie que no repite, como un lorito amaestrado, discursos
escritos por los adultos en las Tribunas Abiertas, no corea consignas embotantes
ni vocea canciones guerreristas, lléguese al irredento Camagüey de
Ignacio Agramonte, al melancólico Camagüey de Nicolás Guillén
y pregunte en cualquier esquina por él. Seguro le dirán dónde
hallarlo por mucho que el gobierno malicioso me le dé tan mala fama.
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